viernes, 16 de septiembre de 2016










PSICOLOGIA › COMENTARIOS AL AFORISMO “NO HAY RELACION SEXUAL”

“La lengua, la muerte y el sexo nombran un imposible”

El despliegue de una célebre, provocativa fórmula de Jacques Lacan –“No hay relación sexual”– lleva al autor de esta nota a señalar la imposibilidad humana de establecer “una relación sustancial, permanente, natural, con la vida”.
Por Jorge Alemán *

Estas notas se proponen captar los diversos alcances de la tesis de Lacan formulada en su Seminario 20: “No hay relación sexual”.
La existencia se vuelve humana cuando se torna parlante, sexuada, mortal. Cuando la lengua captura al ser vivo en sus redes simbólicas, hace posible que surja la existencia que en “cada caso somos” como algo único, irrepetible, singular. Se puede establecer con valor de axioma que la lengua “siempre ya está desde antes” que un hablante la realice. Pero la lengua lo espera, pues necesita del hablante para nutrirse de dicha captura. La lengua “parasita” al ser vivo, le sustrae vida y le añade un “modo de satisfacción” anómalo, irregular, sin adaptación definitiva. El plus de satisfacción de los seres parlantes carece de utilidad, sólo busca realizarse. La hipótesis del inconsciente es un modo de concebir la captura del ser hablante por la lengua, como un acto complejo y de imprevisibles consecuencias, de tal modo que resulta imposible que un sistema lógico-lingüístico pueda establecer su formalización. Desde el momento en que se acepta que hay inconsciente, resulta que la lengua que corresponde a tal hipótesis no puede ser considerada sólo como un sistema de signos lingüísticos. Es un conjunto que se revela incompleto e inconsistente, un mixto de dos tipos de signos que conectan dos ámbitos heterogéneos: el del sentido y el goce. Ambitos que mantienen entre sí una relación de unión y separación a la vez, estableciéndose una topología de frontera. Hay signos que, al conectarse unos con otros y al sustituirse unos a otros, producen efectos de significación: son los significantes. Hay otros signos que constituyen inscripciones en el cuerpo del hablante, carentes de significación. Son “letras”, trazos sin sentido, huellas y marcas que repiten su trazo ilegible, mojones de la pulsión que configuran el zócalo de lo humano, el basamento libidinal, para el cual se reserva el término “goce”. Se observará que en este caso el término goce no expresa una fuerza ni una energía primera anterior al discurso, pues, para que haya goce, el ser vivo debe ser atrapado por la lengua, aunque la misma no pueda luego significarlo. El goce infiltra de tal modo la lengua, que el significante ya no puede concebirse meramente como una unidad lingüística, ni la escritura como una simple transposición de la voz a la presencia material del trazo. La concepción misma de la lengua ha quedado profundamente alterada, atravesada por una exterioridad radical, tras la aceptación indudablemente ética de la hipótesis del inconsciente. ¿Tendrá la existencia el coraje de aceptar su fractura, y sabrá leer, en el inconsciente, el modo singular en que habita la lengua?

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La existencia parlante, sexuada y mortal no se apropia sin más del sexo, la muerte y la lengua. La asunción de estas tres determinaciones no implica una suma, es más bien una fractura que hace surgir una subjetividad tachada, escindida, una herida inaugural incurable que arroja a la existencia fuera de sí. La existencia no puede con el sexo, la lengua, la muerte, estar en ella misma como en su casa. El inconsciente implica que la casa natal y el idioma de los parientes están al fin, en el lugar del Otro.

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La lengua, el sexo, la muerte nombran el mismo exilio, la misma imposibilidad; jamás podrá ser conquistada una identidad plena ni por la reflexión de la conciencia, ni por el dominio del yo, ni por el “autocontrol”, ni por el proceso de emancipación. La existencia siempre construye su casa o refugio desde el temblor de las huellas de lo imposible.

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Esta marca de exilio e imposibilidad propia de la existencia se escribe como un jeroglífico en la carne, es la huella “no histórica” que convoca todas las historias, es la letra muda que invoca todas las palabras, es el “resto” que impide que un hombre sea un hombre en un sentido pleno, que una mujer sea una mujer. El “resto” –la Cosa exterior e imposible– que ataca a las identificaciones absolutas, está en “mí” más que yo mismo.

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Se llama “malestar en la civilización” a los dispositivos históricos que intentan, a través del Discurso del Amo, establecer las representaciones sobre el sexo, la muerte, la lengua, codificar sus trayectos en las distintas épocas, establecer sus sentidos. Los dispositivos se transforman en su estrategia y procedimiento: Sociedad disciplinaria, Sociedad de control, Sociedad del espectáculo, Imperio, Discurso Capitalista. En cualquier caso la Civilización intenta, o bien fijar identidades que pretendan suturar el desgarramiento incurable de la existencia, o, cuando todo esto falla, dejan que el propio mercado se alimente –y alimente a su vez–, a la denominada “cultura marginal”. El vacío exterior-interior, el “resto”, o bien se vuelve causa del deseo infundado, o deviene la escoria que en su excepción apuntala el “Todo” de la Civilización.

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Lengua, sexo, muerte, nombran entonces la misma imposibilidad, la de establecer una relación sustancial, permanente, natural, con la vida. La vida está parasitada por el aluvión de marcas, huellas, inscripciones. Si en la existencia parlante, sexuada, mortal, hubiera una relación articulable en el plano sexual, dicha relación debería enunciarse en los siguientes términos: todos los de un mismo sexo con todos los del otro sexo. Este enunciado sólo puede postularse según la fórmula semántica del Universal. Pero esta fórmula semántica del Universal remite finalmente a la relación entre sexos según el modo de lo animal. El sueño de la neurosis y de la vana literatura imagina un goce sin fallas, mítico y absoluto, una cópula animal no interferida por la lengua y su modo siempre fallido y parcial de gozar.

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Se llama pulsión al “resto” de vida marcado por el nudo que constituye lengua, sexo y muerte. A cada existencia contingente le atañe, a lo largo de su transcurrir, el ir y venir de la pulsión oral, anal, invocante (voz), escópica (mirada). Ir y venir que circunda el vacío topológico exterior-interior.

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La pulsión es la parte maldita, el excedente inútil que se satisface “más allá del placer” y que no establece relación alguna. Dirigiéndose a un fragmento del cuerpo del otro sin jamás capturarlo del todo, retorna a la zona erógena, revelando siempre su carácter parcial, incompleto. Estos fragmentos del cuerpo, intentando colonizar el vacío de la existencia, se transfiguran en objetos fetiches, escenas fantasmáticas, recuerdos indelebles y encubridores, piezas sagradas, reliquias absurdas, automatismos de pensamiento, consignas teológico-políticas. Pero ningún “objeto” borra el vacío de la diferencia.

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¿Por qué no se puede escribir lógicamente la relación entre el hombre y la mujer? ¿No se dispone acaso de los términos hombre y mujer, presentes en todas las lenguas? ¿Por qué no asignarle a la mujer la letra x y al hombre la letra y, tal cual se hace en genética según el tipo cromosómico? La pulsión goza de tal modo que no establece una relación-proporción con el goce del otro. Cada satisfacción en la existencia de cada uno, tarde otemprano, de un momento a otro, se vuelve inconmensurable con el goce del otro. La pulsión no escribe “x R y”. A que sea “necesario” que haya biológicamente dos sexos en el reino animal, le corresponde que sea “imposible” escribir la relación sexual entre un goce y Otro. ¿Qué tipo de acontecimiento puede “contingentemente” interrumpir la perennidad de lo necesario y lo imposible? ¿Una invención amorosa que se dirija a lo real del goce pulsional; una escritura no literaria, sin sentido, que pueda presentar la letra en la pureza de su goce ilegible; un evento político que establezca un antes y un después; un corte en el continuo del mercado capitalista? Se denomina Acontecimiento a lo que suspende transitoriamente lo necesario y lo imposible.

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Por tanto, la pulsión en el acto sexual, al no escribir la relación sexual, está abocada a la repetición.

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Esta repetición conmemora el resto de goce, que no se complementa con nadie y que llama a distintos suplementos.

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La identidad es el suplemento frágil e inestable, que se construye en relación a y como respuesta al carácter impersonal de la pulsión.

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El amor, los vínculos sociales, las estructuras elementales del parentesco, las identificaciones, los dispositivos jurídicodisciplinarios, constituyen diversas modalidades históricas de suplementos que se hacen cargo del “vacío irreductible” entre un goce pulsional y otro.

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No hay que curarse de ningún estilo de práctica sexual, pero sí del carácter mortificante con el que la repetición se apropia del recorrido de la pulsión. El “cuidado de sí” debe saber que tras la promesa del Ideal se encubre una orden insensata que asfixia con su exigencia el deber del deseo. Se llama deseo al modo en que en cada existencia se resguarda el vacío. Hay deseo en la medida en que los “objetos” de la pulsión no colonicen definitivamente el hueco, el vacío exterior-interior. Las distintas figuras que intentan apropiarse del lugar vacío deben a su vez ser “expropiadas” por el movimiento del deseo.
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La heterosexualidad, como género o práctica dominante, se ha constituido en la norma histórica desde la que se pretende explicar las otras prácticas sexuales; el núcleo fuerte de sentido desde el cual se quiere conjurar la ausencia de proporción-relación sexual.

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Homosexualidad, heterosexualidad, lesbianismo, etcétera, son identidades; respuestas a la imposibilidad de la relación-proporción sexual. Constituyen la respuesta “sintomática” de la existencia al Deber de su deseo. Cualquier intento de estratificar, jerarquizar, darle prioridad o fundamento a una práctica sobre las otras es siempre un intento de dar consistencia ontológica a una identidad.

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No hay forma de gozar armónica, estable, natural. El goce se escribe con el estilo del síntoma, pero lo sintomático no remite en este caso a un patrón de normalidad. Se llama síntoma al modo en que la existenciaparlante, sexual y mortal construye su “identidad” marcada por el exilio, la marca que desde siempre acompaña el ritmo del encuentro discordante entre los goces.




* Miembro de la Escuela de la Orientación Lacaniana y del Consejo Académico del Centro Descartes. El texto publicado forma parte de Notas antifilosóficas (Grama Ediciones), de reciente aparición.