Seis personajes en busca de autor
Después de casi un año de litigio entre el autor y la editorial, finalmente Sudamericana distribuyó Vivir afuera, la última novela de Fogwill. En diálogo con Radarlibros, el autor dice que el libro no tiene ninguna “capacidad de diagnóstico” de la realidad: en todo caso, aclara, habrá que ver si será una maquinaria narrativa tan emblemática para los 90 como lo fue Respiración artificial para los 80.
por Daniel Link
Se dice que Fogwill está loco, que es insoportable, que más vale tenerlo lejos. En el mejor de los casos, se dice que Rodolfo Enrique Fogwill (1941) es “un provocador”. Lo que nadie puede decir es que sea tonto. Por eso se insinúa que es una lástima que Fogwill esté loco, porque en realidad es un tipo inteligente. En esa manera fácil de plantear las cosas, claro, no se está entendiendo nada. Es que la de Fogwill es una inteligencia “superior”, y por lo tanto un poco inhumana: como si se tratara de la inteligencia de una divinidad o de un alienígena, siempre un poco más allá de la capacidad de comprensión del común de los mortales. ¿Qué le pasa a Fogwill? Esa hermenéutica generalizada alrededor de su persona habla de una suerte de temor ante lo otro, ante otros pensamientos que la televisión o la moral pequeño-burguesa (aparatos ideológicos que el autor detesta con igual intensidad) no nos tienen acostumbrados a escuchar: Fogwill se ha pronunciado públicamente en contra del aborto y de las/los abortistas. Fogwill ha declarado su simpatía por el Papa más inculto y reaccionario de todo el siglo. Fogwill se ha manifestado en contra de las exenciones impositivas a la producción artística (teatro, libros, etc.). Fogwill siempre tiene algo que decir en contra del sentido común (sobre todo, en contra del sentido común progresista): ha decidido vivir afuera de todo lugar preconcebido del pensamiento.
Esa exterioridad tal vez indique que Fogwill está un poco loco. Pero, ¿cómo no habrían de enloquecer un dios (por menor que sea, en el escalafón de divinidades) o un alienígena tratando de comprender -y, en su caso, tratando de consignar por escrito- este triste mundo nuestro que llamamos Argentina? Lo que resulta indiscutible es que ese hablar en contra del sentido común es lo que garantiza (lo que siempre ha garantizado) la marcha del pensamiento, su proliferación, su potencia revolucionaria. Quique Frog es un tipo esencialmente confuso, un poco por esa astucia que le dio fama de profundo a fuerza de empelotar las frases, y otro poco por el reviente. Porque él es como ustedes dos -quitó los brazos y ahora las manos libres señalaban las sienes de las mujeres-, igual que ustedes dos, Frog es un drogón de quien nunca se sabe si no logró hacerse entender porque en ese momento estaba dopado, o si su razonamiento y su sintaxis fallaron porque ese día no tomó las dosis indispensables para completar su pensamiento, o porque, drogado o carenciado, tanta basura metida durante décadas en su cerebro acabó por obstruir irreversiblemente los circuitos nerviosos que comandan el tono afectivo, o moral, o como quieran ustedes denominar a eso que, como el instinto de las especies inferiores, o las fobias impresas de los vertebrados, dispara en los humanos un mecanismo de huida ante la aparición del reflejo de sinsentido en quien atiende a su discurso.
Astucias de la razón
Saber contarFogwill no es sólo inteligente sino también sabio. Una sabiduría que le viene de experiencias múltiples que ya forman parte de su mitología: sociólogo, publicista, millonario, condenado por estafa, preso (ver Radar del 8/11/98). Todo eso transformó a un individuo cualquiera en Fogwill. De la articulación de esas experiencias y su inteligencia sobrehumana (alienígena o divina) provienen sus poemas y ficciones. La sabiduría de Fogwill se nos había revelado hasta ahora en varias áreas. En su producción publicitaria, por ejemplo: él fue el inventor, entre otras cosas, de los horóscopos que acompañaban –¿acompañan?– el chicle Bazooka, cuyas recomendaciones y predicciones inquietaron nuestra infancia: había alguien, en algún lugar, que sabía lo que nos estaba pasando. Alguien nos hablaba personalmente, desde ese papelucho satinado, de nuestros más oscuros terrores, de nuestros anhelos. La interpolación publicitaria no es azarosa: si algo caracteriza la obra de Fogwill –y en particular esta novela, Vivir afuera–, es su capacidad(su voluntad) para interpelarnos a todos y a cada uno, una capacidad que la literatura argentina parecía haber perdido al entregarse a la especialización, a los géneros, a la tontería historicista. La sabiduría de Fogwill se nos había revelado, también, en su poesía –El efecto de realidad (1978), Las horas de citar (1979) y Partes del todo (1990)– y en sus relatos breves. Su primer libro de cuentos fue Mis muertos punk (1979), que ganó el Premio Coca-Cola (por supuesto, Fogwill se negó a aceptar las condiciones de contrato que el premio incluía). Con la plata del premio, fundó una editorial en la que publicó Poemas de Osvaldo Lamborghini y Austria-Hungría de Néstor Perlongher, entre otras maravillas de la literatura de los años 70. Música japonesa (1982), Ejércitos imaginarios (1983), Pájaros de la cabeza (1985), Muchacha punk (1992), Restos diurnos (1993) y Cantos de marineros en las Pampas (1998) son los títulos de las recopilaciones de sus cuentos, muchas veces migrantes de un libro a otro, como si la perfección de muchos de ellos (“Muchacha punk”, “Help a él”) desbordara el formato del libro y fueran, siempre, partes del todo. Es que para poder interpelarnos a todos, el escritor (Fogwill) debe trabajar con una cierta idea de totalidad que, luego de leer Vivir afuera, queda más clara que nunca, no sólo porque hay un personaje que viene de otra novela, Los pichiciegos, enhebrando las diferentes partes de ese todo que es la obra, sino porque la trama –delicada, volátil, prácticamente inexistente– le sirve para ordenar cada una de sus repetidas obsesiones narrativas: la droga, el sexo, la guerra y los sistemas de vigilancia, los objetos y las marcas, la juventud, su modernidad. Vivir afuera es una pieza clave de la literatura de Fogwill –como no lo fueron sus dos últimas novelas: La buena nueva, 1990, y Una pálida historia de amor, 1991–, por su capacidad para designar los textos previos como piezas de un rompecabezas tridimensional que se acerca peligrosamente a “la realidad”. Vivir afuera determina la distancia y la relación entre, por ejemplo, “Help a él” y Los pichiciegos. Pero también, la novela determina la distancia y la relación entre las investigaciones high-tech sobre el sida y los cultivos clandestinos de marihuana en la provincia de Buenos Aires. Vivir afuera quiere decirlo todo y en ese impulso heroico encuentra su grandeza. ¿Una explicación sociológica de la realidad? “No se te escapará que mi novela no tiene ninguna capacidad de diagnóstico. En todo caso, me gustaría saber si Vivir afuera es comparable con Respiración artificial”, contesta Fogwill a esa pregunta ominosa. La referencia a esa novela emblemática de la década del 80 no es casual y mucho menos lo es la elección de Ricardo Piglia, su autor, como bête noire apenas camuflado en Vivir afuera: Emilio –como Renzi, personaje y pseudónimo del propio Piglia– Millia es el que está del otro lado del espejo en el que Wolff –el Fogwill ficcional– se mira todo el tiempo. Si Respiración artificial fue leída como la novela de los 80, no fue tanto por su capacidad para explicar la realidad sino porque la máquina paranoica que ponía en marcha servía como espejo de un estado de la imaginación (o de la conciencia social). ¿Podrá alcanzar Vivir afuera, se pregunta hoy Fogwill, ese mismo estatuto privilegiado: la novela de una década? ¿Vendrá a las once esta mina? -.se preguntaba Wolff–. No es el tipo de mina que se distrae. Algo es seguro: es gato y sabe contar. ¿Cómo se aprenderá a contar? ¿Nacerán así, sabiendo? ¿Será la histeria o algo genético? Es una lástima que a estas minas que saben contar no se les cruce por la cabeza la idea de escribir. En cambio, cada vez hay más estúpidas de esta edad que quieren ser escritoras y, hablando, no pueden contar ni un accidente de tránsito. Escribiendo, peor: tienen que contarque un ómnibus de la línea 60 atropelló un puesto callejero de venta de hot dogs y desde el primer renglón se nota que vacilan entre intentar asemejarse a Thomas Bernhard o a Dylan Thomas. ¿Vendrá a las once? Fogwill es un extraordinario cuentista y él lo sabe. Ahora se siente obligado a demostrar a los demás que también puede ser un extraordinario novelista: “Escribí esta novela para divertirme y para poder pensar que estaba haciendo algo genial”, dice Fogwill. Pero es un poco escéptico acerca de la “aceptación” de su novela: “Me interesan mucho escritores como Gandolfo, Hebe Uhart, Mario Levrero. Sé que cualquiera de ellos preferiría releer un cuento mío que leer mi novela. Salvo que los convenza de que tengo algo nuevo para decir sobre la literatura... Pero en ese caso, me llaman por teléfono y me lo preguntan”. Quienes prefieran evitar la pesadilla de ese llamado telefónico (porque Fogwill, a lo mejor, es un poco loco) encontrarán en Vivir afuera pruebas suficientes de su maestría narrativa. La novela es un tratado perfecto sobre la ausencia y la distancia. Su perfección deriva de la sabiduría y la inteligencia que el autor pone en juego para ordenar los diferentes bloques de relato: un contrapunto narrativo que va hilvanando las historias de seis personajes más o menos marginales –más o menos excluidos, ellos también y por diferentes razones, del sentido común– reunidos caprichosamente. Lo sabía Pirandello, lo saben los guionistas de la televisión americana (Friends, That 70’s show): seis personajes constituyen un núcleo dramático de posibilidades infinitas. Y Fogwill explota con maestría esas posibilidades manipulando a esos personajes como funciones matemáticas: distribución en clases, edades y sexos le sirven para contar todas las historias con todas las voces, para copiar o inventar todas las formas de hablar que hacen falta para entender la Argentina de los 90. “En Vivir afuera todos los bloques son auténticos, en el sentido de que respetan la voz de los narradores. Encontrar la voz narrativa es encontrar los trucos para falsificarla. Teóricamente, la mitad de las voces de la novela tienen fuentes literarias. La otra mitad son voces de personajes míos, que no existen fuera de la literatura”, dice Fogwill. –¿En qué estabas pensando? –En una cosa... Una curiosidad... ¿Por qué contás tan bien cualquier historia? –¿Cómo bien? –Bien... ¿Viste que hay gente que se rompe la cabeza para inventar historias y les salen tan aburridas que nadie se las quiere oír? –ella asentía. Wolff agregó: –Vos no... Vos contás cualquier historia y dan ganas de seguir escuchando... Ella debió haberlo interpretado como un reproche porque lo interrumpió: –Loco: yo no te invento nada... Te conté la verdad. ¡Me pasó! ¿Pensaste que inventaba? –¿Y a mí qué me puede importar si es inventada o no? Yo te oigo y me gusta lo que contás y chau. –Vos también debés contar bien tus historias... Lo que pasa es que siempre estás pensando en guita y en las giladas de esos libros y no podés pensar en otra cosa. Piratas del papel “Pasa que yo no acepto que se burlen de mí. Las editoriales y los medios están acostumbrados a que el autor sea el último idiota. Y eso yo no lo aguanto. Un ejemplo: es habitual que las editoriales se reserven por contrato el derecho de disponer del 10 por ciento de la edición de un libro para reposición de libros fallados y servicio de prensa. Lo que las editoriales no entienden es que, aunqueesos ejemplares no devenguen derechos de autor, el autor tiene derecho a saber qué pasa con esos libros, a quiénes se los dieron. Es sólo uno de los dispositivos a partir de los cuales las editoriales roban a los autores. O el caso de Anagrama que, por incluir un relato mío en la antología Buenos Aires, considera que tiene la exclusividad, ¡durante quince años, loco!, para publicarlo y comercializarlo, lo que incluye los derechos de adaptación. Si a algún director de Hollywood se le ocurriera comprar cualquiera de los relatos incluidos en esa antología, Anagrama se queda con el cincuenta por ciento”. Para probar sus afirmaciones, Fogwill revuelve papeles, muestra cartas, recupera de su computadora voces grabadas en el contestador telefónico. “Con Sudamericana la cosa es así: ellos sacaron de Vivir afuera las citas de Los pichiciegos que relacionaban esta novela con aquélla y que anticipaban la Argentina menemista. Creo que eso le quita sentido a mi novela. Además, yo trabajé tres meses para hacer coincidir los bloques de relato con la paginación que habíamos acordado, en función del ritmo narrativo que quería para la novela. Después cambiaron la caja y el cuerpo de la tipografía y todo se fue a la mierda. ¿Cómo no les iba a hacer juicio?” Alguien te está grabando Vivir afuera quiere ser tan definitiva como Respiración artificial y, tal vez por eso, adopta un punto de vista paranoico sobre la realidad y sobre la ficción. Los seis personajes de la novela –cada uno asignado a un lugar social bien diferente, como se ha dicho– convergen precisamente en el ojo vigilante de los servicios de inteligencia (estatales o privados) que monitorean todas las conversaciones y registran todos los intercambios. Como en las novelas de Manuel Puig, a quien Fogwill admira (“Sobre todo Cae la noche tropical, que es puro registro, y un libro de una honestidad absoluta”), en Vivir afuera se dan cita todos las formas de hablar y de escribir, como un catálogo monstruoso. Desde la conversación sexual hasta el lenguaje estereotipado de la burocracia policial, todo encuentra un lugar en la novela de Fogwill (como en el mundo). Un lugar, una distancia, y una relación. “La política sanitarista sobre el sida es errónea, equivocada. Por eso es ineficaz. Lo único que consiguen los tipos que las hacen es demostrar cómo el capitalismo transforma todo (desde la guerrilla colombiana hasta una enfermedad) en fuente de negocios. Las mismas causas de ineficacia de la política sanitarista fundamentan la ineficacia de los servicios de inteligencia (demostrada por el caso Yabrán, entre otros). Los dispositivos de control en una sociedad de nuestras características requiere de dispositivos burocráticos. Y el objetivo de toda burocracia es reproducirse a sí misma, se trate de la burocracia sanitaria o de la burocracia de los servicios”, dice Fogwill. Revisando el historial del Internet Explorer salta lo mismo. Lo bueno de la versión nueva de Microsoft que instalaron es que loguea todo lo que estuvieron navegando en cada terminal. Este tipo es el que más usa el servicio, entra todos los días, menos los sábados, siempre a las mismas horas, a los mismos sitios. No pasa un día sin que entre en la página de Duesberg. Imprimimos un índice para que alguno que sepa algo de biología lo clasifique. No se entiende bien qué dice, pero lo destacamos porque es una de las páginas que figura como objetivo en los trackings americanos y, si los gringos sospechan, por algo será. O el Infoseek o los mismos tipos que publican la página en Berkeley destacan las palabras clave, Drugs, CIA, State Department, War, CIA, o sea: Departamento de Estado, Drogas, Guerra Bacteriológica, Censura en Internet, demasiados farolitos prendidos juntos como para que a alguien se le pueda escapar como objetivo. El tipo mandó y recibió correos desde ese sitio, pero los metió en un diskette y en el server de esta red no hay modo de recuperar los datos. También mira los diarios de Israel en esta PC, cada tanto lee Clarín y el NYTimes y como todos los científicos es un poco pajero: no pasa semana sin que navegue por uno o dos sitios porno, siempre los mismos. Fogwill será excéntrico y ha leído bien y mucho a Max Weber, pero no es un nihilista. “Está esa cosa de la jaula de hierro, sí, pero en última instancia, los pensamientos no se pueden controlar: ni el nihilismo de Wolff ni el sionismo de izquierda de Saúl se pueden controlar”. La hipótesis paranoica sobre la realidad que desarrolla su novela (no muy diferente, a esta altura del partido, de la de Los expedientes X) le sirve a Fogwill no tanto para “diagnosticar” la realidad sino como dispositivo narrativo. Así como en un hipotético archivo policial se guardan todas las conversaciones (las que importan y las que podrían llegar a importar en juegos futuros de la política o la economía), Vivir afuera reproduce esa lógica de archivo y recuperación: todas las voces importan, aun las que traen al libro la obscenidad y las malas lenguas, las lenguas de lo bajo y de lo impresentable, que aparecen en Vivir afuera como hace mucho tiempo no aparecían en la literatura argentina. La máquina de follar ¿Cómo presentar, en efecto, la experiencia sexual? Como muy pocos escritores, Fogwill ha hecho del sexo una experiencia contable (narrable, pero también computable). El sexo importa en sus ficciones porque es una experiencia pura que desafía o interroga toda trascendencia, porque sirve como motor de “la juventud” –ese mito que Fogwill retoma de la literatura de Gombrowicz–, porque desencadena historias y porque desviste la imaginación del narrador. –La verdad .-dijo él, y ya estaba tendido en el hidro-. es que desde que me colocaron el jacuzzi nunca más volví a hacerme la paja en el sillón ni en la cama... –¿Cuántas te hacés por día...? -.preguntó ella. Envuelta en un toallón se había acercado al baño y lo miraba desde lo alto... –Ahora cada vez menos... Antes una y a veces dos... Ahora una sola y no todos los días... ¡Es por la edad! Mi hermano tuvo tambos en Rafaela y me explicaba que con las vacas lecheras pasa lo mismo: ¡a cierta edad les baja el rendimiento! Desnuda, la imaginación de Fogwill es la del hombre heterosexual soltero. Por eso, en Vivir afuera las “trampas” y “transas” se multiplican fragorosamente, no importa que los personajes tengan sesenta o veinticinco años. Por eso, también, en los libros de Fogwill la experiencia sexual es una investigación pura. Allí, en ese frenesí de la carne, en esa pérdida de toda moral y todo límite, la sabiduría y la inteligencia de Fogwill encuentran el punto de vista para hablar de todo y para todos. Ya se sabe que el zorro sabe por zorro, pero más sabe por viejo. Fogwill llega a la literatura argentina como un hombre maduro, sabio e inteligente: publica su primer libro a los 38 años (cuando la melancolía de la carne se instala definitivamente en el cuerpo del varón). Vivir afuera, su última novela (y probablemente una de las mejores novelas de la década) viene a demostrar la vitalidad de su literatura y, sobre todo, cuánto tienen todavía que aprender de él aquellos que murmuran con condescendencia que Fogwill está loco, los pichis de la literatura. Y para Fogwill, claro, pichis somos todos. –¿Te calienta mirarme mear? –Verte mear no. Pero que me mires así produce... –¿Qué? –Nada. Güevadas. –Dale. Decímelo. ¿Qué te mire cómo? –Como recién. Así como hacés ahora... Poniendo cara de puta. Haciendo así boquitas... Medio asquerosas... –¿Te da asco? –Aquí no. Pero... –¿Pero qué? –Por la calle dan asco las minas que andan poniendo bocas de putas. –¿Bocas de putas? –Sí: boquitas de boludas chupapijas. –¡Pelála ya que te la chupo, puto! –Voy a mear yo por ahí y... ¡Vos vestite mientras meo y vamos a la casilla...! –¡Meame la concha! –¡Qué Enana puta y asquerosa que te ponés! –¡Negro: quiero chuparte la meada! –Tomá, asquerosa. ¡Enana puta! ¿Sentís la leche...? ¡Dale Enana! ¿Sentís que sale? ¡Qué cerda! ¡Cómo te la tragás...! |