Cultura de la libertad, cultura del sometimiento
Por José Pablo Feinmann
Sería perder el tiempo indagar en Tinelli como persona. No sé cuál fue el año –éste o el anterior– en que abrió su temporada con un rating que conmovió a todos. El número del éxito abrumador rondaba o se acercaba (como resultado de un milagro que nadie había previsto) al 50 por ciento. Se instaló una certeza: la mitad del país miraba a Tinelli. ¿Qué ofrecía? Basura. He analizado programas suyos buscando algo, un más allá de la pavada, de lo guaso, lo soez, lo ridículo o lo pornográfico. Nunca lo encontré. Su aspecto es agradable. Tiene una sonrisa que podría lucir en otro contexto. Pero se empeña en ser –cada vez con mayor convicción– lo que viene siendo desde dos largas décadas. Fruto de la devastación cultural del menemismo, sigue ejerciendo esa estética con las permisividades que los tiempos le abren. Su torpeza como conductor lo lleva al exceso de casi meterse el micrófono cerca de alguna muela y además gritar.
Tinelli entró en la verdadera pornografía cuando acudió a minusválidos para entretener a su insaciable audiencia. Hizo bailar a una enana. A un señor que le faltaba una pierna y usaba una muleta. Disfrazó eso de generosidad. De hacerles sentir que eran iguales, que estaban tan vivos como cualquiera. También usó a un minusválido mental. Desbarrancó de nuevo cuando una de sus chicas hizo tantos malabarismos en su número que la tanga-hilo dental se le salió y les mostró a todos no otra cosa que su vagina. Se le armó un lío bárbaro. Una panelista de no-sé-qué programa dijo: “Lo próximo que vamos a ver es un acto sexual en vivo”. Tiene razón. Tinelli está llegando a un límite peligroso para él. El acto sexual ya se practica, pero sin penetración y aún (salvo en el accidente mencionado) no se ven genitales. Pero toda la gestualidad de los bailarines (algunos son buenos y se han preparado bien) les da a las posiciones sexuales un verismo ultrarrealista.
El centro del problema no reside en Tinelli. Si no es él habrá otro. A esta altura seguramente es su propio productor. Pero el canal que lo contrata, ¿por qué lo hace? Porque a la gente le gusta. Y no: eso es falso. A la gente termina por gustarle eso que todos los días le tiran por la cabeza. Pero si se intentara algo mejor, de a poco los gustos irían cambiando. Eso es precisamente lo que Tinelli y todo lo que gira a su alrededor quieren impedir. Que algo cambie. En tanto tengan atornillados a sus sillones a todos los mira-culos del país, todo irá bien. Su modelo (y el de las corporaciones monopólicas que lo respaldan) es la Italia del Papi Berlusconi.
El Canal Encuentro es un esfuerzo del Estado argentino por mantener una programación digna, tanto de ellos como de los espectadores. Llevo (llevamos, no sólo yo hago el programa) siete temporadas en el aire y estamos en medio de la preparación de la octava. Cuando me entrevisté por primera vez con Daniel Filmus y Tristán Bauer sólo yo confiaba en el proyecto. También –hay que reconocerlo– ellos se la jugaron. ¿Un programa de filosofía por TV? La TV argentina se hizo y se hace para un personaje que no existe: Doña Rosa. Personaje creado por el machismo de Bernardo Neustadt. Doña Rosa era una boba señora de barrio (¡tenía que ser mujer, desde luego!) a la que había que darle basura porque no entendía otra cosa. La mediocridad del personaje justificaba la mediocridad de los programas y la de quienes los hacían. Y así habrá de seguir la pobre mujer (y toda su familia) eternamente hasta que no se le dé algo superior. Porque los que quieren dar basura para que nada cambie, los que adhieren al sistema miserable bajo el que se cobijan y se hacen millonarios sin pensar, sin arriesgar, son los basureros. Doña Rosa no existe. La creó la mediocridad de los mediocres del medio. La gente de la TV se ha dedicado a ganar dinero. Y la TV no debiera ser eso. ¿Por qué los mejores canales de la Argentina (y de muchos otros países) son estatales? ¿Por qué no hay un solo programa cultural en la TV abierta? ¿Por qué los multimedios que dicen luchar por la libertad y la democracia le abren las puertas a Tinelli? Porque Tinelli les es funcional. La finalidad del poder no es educar, no es despertar conciencias, es idiotizarlas.
Uno está harto de ver en films norteamericanos a unos desdichados onanistas que se apoyan en la barra para ver a las bailarinas del caño. Esas bailarinas son prostitutas. El baile del caño con que Tinelli creyó encontrar la clave definitiva del éxito tiene un origen prostibulario. El momento más glorioso es cuando una “bailarina” incrusta su súper-culo en el caño y todo queda claro: el caño es un súper-pene que penetra a un ultra-culo. Pero atención: las chicas se animan porque Tinelli les ha dicho antes que sí, que es posible, que si se atreven, lo hagan. Luego, en las secciones más letrinógenas de Internet, sale el impresionante tevé-culo que, varias veces, introduce todo lo posible el caño en el ojo trasero. Así lo llamaba Francisco de Quevedo y Villegas en su espléndido texto del Siglo de Oro español: “Gracias y desgracias del ojo del culo”. Palabra, esta última, que no es mala ni grosera. Depende del ingenio del que la use. En manos de Francisco de Quevedo es poesía.
El programa de Tinelli no es ni divertido. Está hecho para el espectador mira-culos. Es la apoteosis del culo-idiotizante. De esta forma, es un programa ideológico-político. Es decir, la eliminación de todo atisbo de conciencia crítica, la reducción de los espectadores a la simple condición-cosa de mira-culos. La cosificación de las conciencias por medio de los culos cosificados, de los culos-mercancía. Un culo es ideología. Ideología de dominación. Nadie puede tomar conciencia de su situación en el mundo, ni siquiera del mundo en que vive, si cuando prende la tele se le arrojan todos esos cíber-culos por la cabeza. Tinelli no es un fenómeno nacional. La culocracia está en toda Suramérica. También en la Italia de Berlusconi. En Estados Unidos avanza a pasos agigantados. En 2013, Tinelli no tuvo trabajo. No arregló con ningún canal. No importa. Si no es él será otro. Alguien ha dicho: “Hay dos formas de impedir pensar al ser humano: una, obligarle a trabajar sin descanso, y otra, obligarle a divertirse sin interrupción”. Pero la diversión se centra cada vez más en lo sexual. El ultra-culo es el culo-humillación. El ente antropológico mira-culos es el más profundamente inauténtico de cuantos puedan ser imaginados. Y aunque los ejemplares de la TV crean haberse adueñado de la palabra cosificación vamos a seguir usándola. El ente antropológico –en la filosofía de Sartre, sobre todo en El ser y la nada– es pura posibilidad. De ahí el concepto del hombre en tanto nada. Soy nada porque estoy arrojado al mundo, hacia mis posibles. En este presente sólo soy una sed que se e-yecta sobre el mundo. El hombre no es realidad, es posibilidad. Una piedra es realidad. Una piedra es una cosa porque no tiene la dimensión del futuro. Es lo que es. Está cosificada en su ser. Eso pasa con el mira-culos. Eso busca el ultra-culo. Que el que lo mire se paralice en esa mirada. Se cosifique en esa mirada. Más que el ultra-culo (que es, sí, una cosa en tanto es una mercancía), el cosificado es el pobre tipo mira-culos. El cosificado es el sujeto libre. Lo que se cosifica es su libertad. El ultra-culo es una herramienta del poder para cosificar la libertad de los sujetos. El sujeto sigue bajo el señorío de los otros (gran definición del Heidegger de Ser y tiempo), pero ese señorío se expresa aquí por medio del ultra-culo. El poder busca matar al sujeto. Sabe que ahí reside el verdadero peligro. La infinidad de cíber-culos, ultra-culos, tevé-culos, culos espectá(culo) que germinan por innumerables partes van en busca de eso: de la libertad del sujeto. Todas esas formas de culos convergen y se sintetizan en una: el culo-idiotizante.
Cuando nos cansemos de los culos insistirán con las tetas. Cuando nos cansemos de las tetas insistirán con los culos. Cuando nos cansemos de los culos y las tetas atacarán con los penes. Harán grandes concursos mediáticos. “Si la tiene larga, ¡venga y gánese un cero kilómetro!” Los jurados serán femeninos. También las encargadas de medir los miembros viriles de los concursantes. Cuando nos cansemos de los culos, las tetas y los penes enviarán sus soldados, previo acuerdo con el poder mediático monopólico de cada país. Arrojarán sus misiles. (Acabamos de hacer un festival de cine en Iguazú, bajo el ímpetu y el vértigo de Juan Palomino, para frenar el proyecto de Kathryn Bigelow, que busca demostrar que el terrorismo tiene un gran emplazamiento en esa zona.) Nos quieren idiotas, sumisos, manipulables o muertos. Nosotros amamos la vida, el arte, el amor, la libertad. Ellos no. Sólo aman el poder. Y destruirán el planeta con tal de no perderlo.
Duele decirlo y es imposible no hacerlo: si los socialismos del siglo XX hubieran ganado habrían hecho lo mismo. De otro modo. Pero no otra cosa. Lo central –siempre– es la sumisión, por el embrutecimiento en el trabajo, por la fuerza represiva o por la represión del entretenimiento. ¿Hay alguna esperanza? Por ahora, saberlo, denunciarlo. Y si ayer nos han dado un premio que hoy le dan al representante de esa cultura, devolverlo.
(La mayoría de los textos de esta contratapa pertenecen a mi libro Filosofía política del poder mediático, Planeta, Buenos Aires, 2013, 659 págs. Hace años que me obsesiona esta temática porque vivimos los tiempos de la modernidad informática, los de Internet, los del espionaje globalizado, los de las redes sociales, en las que, lo sabemos, estas reflexiones serán respondidas con insultos, nunca con ideas. Nos apena que sea así. Es penoso que tanta gente, en lugar de ideas, tenga sólo escupitajos cibernéticos.)