Primer recuerdo. La humedad
de las canchas que están abajo de la autopista. El polvo de ladrillo
siempre compacto, aunque fuera verano.
Segundo recuerdo. Nada.
Viento. Pinos. La luz blanca. La red.
Tercer Recuerdo. Mi primera
raqueta Prince con marco de aluminio.
Cuarto recuerdo: Mi primera
raqueta Wilson de grafito.
¿Y ahora? Ahora Snuffy
golpea la pelota y la esfera amarilla gira sobre sí misma en el
aire. Snuffy es un jugador “académico.” Un buen drive, un buen
revés, y un saque profundo. Dicho así parece que es el jugador más
completo del mundo. Pero no. Más bien es al revés. Snuffy golpea la
pelota y yo ya sé a dónde tengo que ir a buscarla. La dejo picar y
tengo tiempo incluso de pensar en un quinto recuerdo, en las mañanas
de domingo, cuando ponía el despertador a las seis y media, y, si el
equipo jugaba de local, a las siete y cuarto ya estaba en la cancha,
haciendo el precalentamiento, esperando a los rivales.
No
termino de cerrar el drive, y el passing no sale lo suficientemente
paralelo, pero igual Snuffy responde exigido y el globo sale colgado,
en el medio, un regalo. Si Snuffy hubiera sufrido un poco más en su
adolescencia, si no hubiera tenido todas sus necesidades básicas y
no tan básicas cubiertas, si le hubiera costado un poco más en el
plano físico, si no fuera tan alto y tan fibroso, si alguna mujer lo
hubiera abandonado, entonces habría podido aprender algunos trucos y
crecer con ellos. Pero no. Siempre fue un easygoer.
Se le nota en la forma en que camina la cancha. Y entonces yo, Micky
Clayton, leyenda olvidada del tenis argentino, preparo el smash
con estilo, suelto, como si estuviera usando un rifle de precisión y
casi en cámara lenta. La pelota se clava a dos metros de la red y
sale hacia la derecha. Tres segundos después escucho el “bien,
Micky”.
Snuffy va a aceptar que
perdió bien. Y va a volver a su vida, derrotado pero listo para otro
partido. Hasta feliz de haber jugado conmigo.
Después Snuffy se irá al
vestuario y yo me voy a quedar ahí, solo, mirando el cielo azul,
hermoso, sin nubes, mirando el aire cristalino de la mañana,
escuchando el sonido rutinario de los pájaros.
Y va a llegar Tenesse.
— Hola, Micky.
— Hola, Tennesse.
Tennesse estaba tan gordo
que si alguien lo encerraba en una caja, la precintaba, y se la
olvidaba por dos meses, el hijo de puta tenía muy pocas chances de
morirse de inanición. No, Tennesse no era un hombre de acción. No
me iba a ahorcar con una cuerda de piano, ni me iba a romper las
rodillas. Pero tenía el suficiente dinero para conseguir que otro lo
hiciera por él.
El de Ezeiza era un torneo
freak. Un abierto de mentira, con canchas impecables y
tribunas llenas donde jugaban millonarios, punks exitosos, estrellas
de cine y empresarios aburridos. Los tenistas en serio, incluidos los
viejos en decadencia, no jugaban ahí.
— Gente de dinero, Micky.
Les encantaría tener una vieja gloria del deporte nacional con
ellos.
— No hay tanto dinero en
premios como para que pueda pagarte, Tennesse.
El gordo suspiraba,
asintiendo. El cheque del primer premio me alcanzaba para liquidar
apenas un treinta por ciento de lo que me debía. Quizás menos.
— Por eso vas a llegar a
la final y vas a perder —dijo Tennsse.
Polvo de ladrillo en todas
partes.
— ¿Apuestas? —pregunté.
El sol me da en la cara. Un
sol tibio, agradable.
— Un primo de mi mujer
está haciendo una fortuna y el imbécil ni siquiera arregla los
partidos.
No tenía opción. Sabía
que era algo malo. Algo malo para mí, para mi historia, para mí
cabeza, mi pasado y mi presente. Pero no tenía opción. Por las
dudas, para estar seguro, se lo pregunté.
— ¿Puedo decir que no,
Tennesse?
El gordo movió la cabeza
como un buey. Y yo agarré la botella de plástico manchada de polvo
de ladrillo y tomé un trago de agua.