A los noventa años,
mi abuela nos insulta.
Se cae de la cama
y nos insulta.
No responde el teléfono.
No responde a la puerta.
Llegamos para socorrerla
y nos insulta desde el piso.
No está lúcida, está ida,
y nos insulta.
Se ríe, también.
Una risa amarga.
Y nos insulta, desde le piso.
La subimos a la cama.
Y nos insulta.
La llevamos al hospital,
la curan, la analizan,
le dan el alta,
y nos insulta.
Es hija de salernitanos.
Es salernitana ella misma.
Y nos insulta como insultan
los hombres y las mujeres
del sur de Italia,
de la costa del sur de Italia.
¿La muerte? Por favor.
Mi abuela insulta a sus hijos,
y a sus nietos,
insulta a sus bisnietos,
insulta a sus parientes políticos,
los conoce a todos, los recuerda a todos,
después, insulta al presidente.
Me confiesa, entre insultos,
que va a vivir hasta octubre,
para votar en contra del gobierno.
Después, nos vuelve a insultar.
Va a vivir, nos dice, hasta que ella
decida lo contrario.
Los salernitanos son así.
Hablan con la muerte
desde hace miles de años,
y no respetan a nada ni a nadie.
A la muerte le hablan del mar,
de las montañas, del tiempo,
de las ciudades, de los caminos,
y de la muerte.
Mi abuela le habla de la muerte
a la muerte.
Y cuando termina, la insulta.