Hace años que no lo veo pero tengo un amigo que toca la batería. Es bueno. Ya era bueno en la adolescencia y ahora tiene casi cuarenta años. Fue el primero de mis amigos en casarse. Después, se compró un ph en Primera Junta, sobre la calle Yerbal, tuvo un hijo y la mujer le dio el ultimátum. No quería la batería en el living. Pegó un viaje a Japón tocando en una comedia musical y con esa plata alquiló un estudio y lo insonorizó. La comedia musical era horrible, pero desde ese día solamente ensayó y tocó en su estudio. Pasaron, no sé, seis años, algo así. Y un día está en su casa y escucha música. Está durmiendo la siesta porque se acostó a las tres de la mañana y después se tuvo que levantar a las seis para llevar al pibe al colegio y entonces escucha una música que lo despierta. A la semana de sentir todas las tarde esa música descubre que al departamento de al lado se mudó un pibe que va y viene con una remera de Iron Maiden. Dos días después de identificarlo, le toca el timbre, le explica que trabaja de noche y le pide que baje la música. El pibe le dice que sí. Pero el sábado siguiente hace una fiesta que dura hasta el domingo a las ocho de la mañana. Una clásica fiesta de adolescentes tardíos, de las que queda vómito y botellas de cerveza vacías en la escalera. El lunes el baterista se lo cruza la puerta. Mi amigo salía a ensayar con una banda de jazz que lo había contratado para tocar en el Tortoni y el pibe entraba, esta vez con una remera de AC/DC.
—Lo miré muy mal, con los ojos cargados de odio —me contó—, y enseguida me di cuenta de que era la manera en que me miraban mis vecinos cuando yo todavía vivía con mis viejos y tocaba todo el día en mi pieza.
Eso es enfrentarse a la otredad. Porque el otro es otro pero también, a veces, es uno mismo.