martes, 6 de noviembre de 2012
Alimentando el bienestar paranoico argentino
La identidad argentina, desde que existe, se confirma en la idea de crisis. Económica, política, social, hoy se escucha nombrar, por ejemplo, la vaporosa “crisis institucional” o “crisis de las instituciones”. En la alternancia y en la contundente coincidencia, estos diferentes tipos de crisis son indisociables de la genética argentina del desastre, del bailoteo y el hamacarse, del salto desnudo o con garrocha por sobre los desafíos del destino. La famosa sucesión de golpes cívico-militares y modelos democráticos –gobiernos fuertes y gobiernos débiles que de ninguna manera pueden leerse sin más dentro de una dicotomía que divida buenos y malos– insistieron en el imaginario móvil de una nación armada sobre un desierto que se pobló, a medias, con sucesivas capas inmigrantes. Desastres económicos con nombre propio, entonces, incomprensión de los mecanismos de una modernidad frágil, perennes denuncias de corrupción, una clase media sensible a lo espectacular, y todo prolijamente ordenado y comercializado por un periodismo ingenioso y activo, hicieron del siglo XX en estas tierras del sur un tren fantasma que suministró y suministra un amplio campo de acción para la inestabilidad, el susto y el arrebato. Agregamos: con especial énfasis en el fin de siglo que empezó con el golpe de 1976 y terminó a los tiros en Plaza de Mayo con el 2001. Apenas venticinco años, donde se conocieron euforias y depresiones de todo tipo, con su máximo momento de crueldad institucional representado por un Estado torturador –la bibliografía abunda– y sus índices más altos de desocupación y desintegración social en los neoliberales años noventa. La entrada nacional al siglo XXI, en este sentido, no pudo ser más argentina. El material fotográfico alcanza para hacerse una idea mejor que cualquier cifra macroeconómica: Hombres en cueros tirando botellas contra la policía, humo, la ciudad convertida, otra vez, en zona de transición apocalíptica. Las fotos más representativas, que llegaron a moldear la imagen internacional de nuestro quilombo patrio, fueron sacadas por Nicolás Pousthomis. (Y a partir de esa cobertura, Pousthomis fundó la cooperativa de fotógrafos SubCoop que ya lleva diez años de vida.)
Luego, hay un conocido deber de movilidad social, de éxito. América es eso. La tierra prometida tanto para el pícaro como para engolado hombre que habla de dignidad. De allí que si hay estabilidad y uno no se está enriqueciendo a gran velocidad, hay culpa. La crisis satisface, confirma al ciudadano, le permite el juego de la legalidad y el masoquismo, lo habilita a sacudirse el imperativo genético del segundón español que busca El Dorado. Hay crisis. Listo. Y digo: Sólo en la crisis gozamos de nuestra identidad tercermundista en su forma más acabada. Se sabe, ante el goce no hay afecto ni pacto simbólico que valga.
El gran tour de force histórico lo encontramos hoy en el mismo pliegue del presente. La entrada de China al mercado internacional como comprador sostenido de materia prima, en especial la mediática soja, unida a un gobierno de intención distributiva y generador de consensos, hicieron que se creara un reconocible momento de estabilidad. (Y ya escribir la palabra me cuesta.) ¿Encontró la Argentina una de las extraviadas formas de su “normalidad”? Cualquier porteño freudiano sabe que, como en el sexo, en la Argentina la normalidad es imposible. (Oximorónicamente, se vive como una excepción.) Y aunque la región no es ajena a este devenir, ¿qué mejor lugar para la conversación holgada entre las vacas gordas y las vacas flacas que la llanura pampeana? Primera hipótesis, entonces: mientras siga entrando el dinero de las agroexportaciones, mientras no varíe este modelo de acumulación, mientras el ánimo del gobierno sea repartir, la situación de bonanza continuará. Nuestras fragmentarias y coyunturales incógnitas, que son muchas, a resolverse en un futuro cercano, no logran terminar de dibujar una Gran Incógnita General. Parece, y lo escribo como quien toca la pava con miedo de quemarse, que esta vez la cosa sigue. Segunda hipótesis: Preocupados por no lograr adivinar esa Gran Incógnita General difícilmente comprendemos cómo manejarnos dentro este no tan relativo bienestar kirchnerista actual. (Detalle con forma de apostilla: si no hay crisis, la actividad, tan regalona, de quejarse se hace más difícil. Los taxistas y comentadores de portales de noticias tienen que ser creativos con la injuria y la maledicencia.)
Ahora bien, acompañando a ese enrarecido bienestar se dan otros fenómenos igualmente tironeados por la falta de pudor, el entusiasmo y cierta negociación constante entre la amnesia y la tradición. Por ejemplo, del otro lado de los paranoicos que citan la crisis como quien invoca espíritus sensuales en el juego de la copa, tenemos efervescencia política con nuevos colectivos que se asoman a la res pública de la mano de la gestión y la organicidad partidaria. El milenarismo neoliberal para ellos es un cuco muerto al que vale cada tanto asestarle otro golpe. De la mano de los ideologemas festivos y arrasadores del peronismo, que parecían aletargados o desactivados como signos de adhesión, reclamo o incorrección, surge así una segunda juventud de este tercer movimiento exitoso. ¿O más bien deberíamos decir cuarto? (Quinto, si atendemos al conocido título del libro de Alejandro Horowicz. Sexto incluso, si nos guiamos por otros conteos.) Mientras tanto, la oposición hace complejas cuentas. En ese páramo de televisión por cable a la medianoche donde habita, la crisis se invoca siempre, a veces de forma explícita, a veces más velada. Reciclando elementos viejos, corporizados en miedos burgueses, como la inflación, el autoritarismo, la inseguridad, el caos, fatigados figurones llegan como parientes lejanos de una realidad paralela, y a veces incluso logran un titular agorero en la prensa gráfica. Conocen ese mecanismo íntimo del que hablo: si se confirma una crisis, la paranoia disminuye y el tipo, el empleado, el viandante, se sienten un poco más sujetos históricos sin tener que hacer nada. Pero no, la crisis no asoma, no despunta, amaga, retrocede. Y sin embargo como dijo hace poco el escritor neuquino Héctor Kalamicoy: “Yo todavía no dejo la billetera arriba de la mesa”. (Ahora, preso de mi objeto de estudio, dudo y me pregunto: ¿estallará antes de que este artículo se publique?)
Si en los años noventa la cosa se enfriaba –la economía, los ánimos, la política– hoy todo se calienta y sobre todo se re calienta. Así, ninguna bibliografía está pudiendo dar cuenta del momento actual pero igual se disfruta la bonanza envuelta en histeria, y al mismo tiempo la máscara de la neurosis torturante sigue bien pegada a la fisonomía del argentino. Repetimos viejos patrones, que los nacidos en los años setenta apenas conocimos. La historia dice que existieron otros momentos de buena racha. En los años '20, tirando manteca al techo, en los '40 con el primer peronismo y los grasas en los cines del centro, con la década del '60 y los revolucionarios cristianos de la pequeña burguesía. El mito discontinuado del pleno empleo. Dinero circulando en las calles. Actualizando, ahora tenemos mozos llegados desde Colombia y México; periodistas catalanes que dicen “bueno, es que allá el clima está tremendo” mientras nos miran con cara de “pero si las cosas acá están bien, ¿por qué esa prédica de la incomodidad?”. Y nuestra respuesta podría ser “a donde nos acomodemos, nos la dan con todo”. Mientras tanto la suavidad tentadora del “poder adquisitivo” avanza incluso sobre los más austeros. De la misma manera que se confirma la reciprocidad y la relación compleja entre los ejes vertebrantes civilización y barbarie, es posible ver una retroalimentación, una dependencia entre ambos conceptos: El bienestar nos trae la dulce paranoia. Al revés, desgraciadamente, no funciona.
¿Y qué pasa en el mundo siempre acotado del logos? Tanto el bienestar como la paranoia se registran antes en las redes sociales, ya no tan nuevos lugares de discusión, trincheras morales espontáneas y tribunas de doctrina.
Paradas en la coyuntura, con un horizonte de incertidumbre -¿algo de esto quedará?- lanzan consignas por sus millones de bocas de expendio. Ya no es posible negar que encontramos más hybris poética en un estado de Facebook que en muchas páginas impresas bajo las más exigentes curadurías. Todas estas formas de expresión, que insisto ya no son nuevas, hallaron en el ensayista porteño Nicolás Mavrakis un verdadero exégeta desconfiado. Su libro #Findelperiodismo y otras autopsias de la morgue digital es el mejor manual del bicentenario literario y encima se descarga gratis en la red. ¿Y los libros? ¿Qué pasa en el polvoriento marquesado de la literatura autónoma? Si a principios de siglo Alan Pauls, perplejo y honesto en su perplejidad, afirmó que la poesía lo conmovía y no había un movimiento de narradores igual al de los poetas en Argentina, hoy un discursillo así resultaría falso y anacrónico. Desde la megaexplosión del 2001 a la fecha, Buenos Aires, pero también Córdoba, Rosario y otras ciudades, han producido cantidades relevantes de pequeños novelistas serios, filibusteros de la crónica, embaucadores del cuento, y otros pretenciosos contadores de historias, que andan por ahí con su manuscrito y su narcisismo, intentando publicar en la legalidad del papel, o, ya publicados, insistiendo con ser leídos y reconocidos en los centros donde se administra el prestigio, sean cátedras libres, cátedras oficiales, suplementos culturales y revistas especializadas o no tan especializadas. Hoy en Buenos Aires, una reseña, como el dólar paralelo, vale cinco o seis veces más que cualquier novela de doscientas páginas. Esta frondosidad es, por cierto, hermosa y festejable. Y al mismo tiempo nos empuja a hacernos la pregunta: ¿Quién de nosotros escribirá El almuerzo desnudo kirchnerista? (Tengamos en cuenta que, como dijo Nelson Rufino cuando salió de ver la adaptación que David Cronenberg hizo del libro de Burroughs, hay por lo menos dos grandes mentiras en ese título.)
Por otra parte, la muerte de Fogwill, lúcido y activo interlocutor de la juventud letrada argentina, le imprime un ánimo de clausura al año del bicentenario. El final del tour mundial que impulsó Las teorías salvajes de Pola Oloixarac, nuestra Camilo José Cela del Río de la Plata, y la confirmación de Bajo este sol tremendo de Carlos Busqued como una de las más sólidas revelaciones generacionales dan idea de que algo debería estar empezando. ¿O entrarán estos talentosos narradores en la categoría de los one hit wonders? Me dejo avanzar por la envidia, desde luego. Junto con Chicos que vuelven de Mariana Enriquez, El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia de Patricio Pron, Mazinger Z contra la dictadura militar de Iván Moiseeff, Los topos de Félix Bruzzone, y algunos más, Pola y Busqued demuestran que ya no existe la urgencia de la denuncia. Las atrocidades de la sempiterna dictadura han sido deglutidas, asimiladas, excretadas y vueltas a masticar, ya varias veces. Podemos, entonces, dar otra versión. O como hacen tantos actuales narradores de calidad, directamente evitar la referencia. ¿Quién cometería la torpeza de pedirnos que articulemos toda nuestra escritura y nuestras lecturas alrededor de la dictadura? Por otra parte, ya aparecen testimonios sobre los demonizados años noventa. Aunque le sobra un embarazo adolescente y le falta tematizar el desempleo, apenas esbozado en sus páginas, Los años felices de Sebastián Robles abre una puerta para releer qué pasó en la última década del siglo XX. Pinamar de Hernán Vanoli y el ensayo Flema es una mierda del sociólogo Diego Vecino, disponible en la web, presentan otra cara, más bestial y crítica. Y también podemos citar La última de César Aira de Ariel Idez, novela-operación que le sube la vara al mismo Aira, innegablemente el escritor-paradigma de la década, pero sobre todo a su ejemplar escuela de clones.
¿Qué va a encontrar entonces el turista cultural cuando se acerque a alguno de los núcleos de poder literario de la ciudad de Buenos Aires? Miles de libros por año, editoriales independientes, bestsellerismo residual, hippismo cool, cotilleo y sobre todo vitalidad, infantilismo, goce y voracidad. Encima, para meter más ruido al ritornello de “literatura y política”, la negativa de que ingresen libros del extranjero impulsada por la Secretaría de Comercio a cargo de Guillermo Moreno le da un trabajoso refresh a varias viejas problemáticas proteccionistas. ¡Qué tierno ese asunto para los progresistas que se confirman en la represión! Ahora pueden llorar a pierna suelta por sus miserias internas con una excusa válida. La medida es torpe, chúcara. La reacción, berreta, medio pelo. Así y todo, ¡qué divertido resulta ver patalear a güelfos y gibelinos! (Mientras tengamos el Kindle y conexión a banda ancha los libros son, creo, bastante prescindibles.)
Termino así: En la Buenos Aires fatalista, mercantil y trapichera del sur, la carta del Apocalipsis siempre gana. Si uno dice que viene la crisis, puede esperar a que llegue, porque va a llegar. Mientras tanto, ella, la ciudad, madre gorda, indiferente, hoy simplemente lo ofrece todo. Cada una de sus horas es una fiesta. Hay libertad. Y todavía se ven raros pudores, matices, inteligencias sensibles. Hay festivales de lo que quieras, espectáculos a favor y en contra, fraudes de cabotaje para divertirse. Como Agustín Borja y Sebastián Pellizar, esos dos negros guapos, “naturales de la nación Cambunda”, que hacia fines de 1789 le pidieron, corajudos, al Cabildo de Buenos Aires, que, por favor, “no se les prohíba sus bailes públicos que las tardes de los días de fiesta tienen en un sitio despoblado junto a la iglesia de Nuestra Señora de Monserrat”, los estudiantes, los jóvenes de espíritu y los artistas reclaman su porción de goce, pereza, esparcimiento y flujo libidinal. Los novelistas inteligentes otean el horizonte y se juegan un pleno al próximo desajuste. Los críticos literarios, resignados, cruzamos los dedos, escupimos al suelo y pedimos que esto siga así, porque si esto sigue así podremos continuar mirando y taxonomizando sin que la historia nacional nos reclame, como indefectiblemente pasó a lo largo del siglo XX, posturas más fuertes y comprometidas sobre temas mucho más dolorosos e irremediablemente trágicos.