La
iluminación del Bi Won, en la calle Junín, a cuadra y media de la
avenida Corrientes, dice muy poco. Cómoda, poco inspirada, sin
estridencias, establece una relación de seguridad con el neófito.
La estética del restaurante, en esa línea, resulta convencional.
Mesas de madera con manteles blancos. De hecho, no hay nada en el Bi
Won –ni siquiera el incidental aparato de TV sobre el mostrador del
fondo– que recuerde al fenómeno de la web, Psy, un
rapper-bailarín-entretainer coreano que con su tema Gangnam
Style
acaba de lograr más de 300 millones de hits en Youtube. (Al momento
en que escribo, 345 y probablemente llegue a los 400. ) ¿Cómo
entender el fenómeno de Psy y Gangnam
Style?
Se trata de un plato de rara sofisticación. Como esas ingeniosas
cartas retro donde no importa tanto qué ingredientes se usaron sino
de qué manera fueron combinados y cómo se los presenta, en Gangnam
Style
lo que importa es un sentido de la oportunidad anómalo, en este caso
universalmente anómalo. Describo brevemente este remix de mezclas, o
hiper-remix. Primero, muchas escenas unidas y barnizadas con la laca
de un humor familiar pero picante, colores heredados de la década
del 90, coreanas bellas, coreanos graciosos, todo
esto servido con muchísimo ritmo. ¿Qué más? Autos de alta gama,
un traje amarillo, una calesita, un stud de caballos de carrera y una
coreografía que es el centro indiscutido de la oferta. Y lo más
raro de todo es que nada suena refrito o recalentando. ¿Por qué? Si
en otros artistas multimediáticos una pizca de ridículo puede ser
la clave para un hit –ejemplos de autoironía y acidez sobran–
con Psy, el ridículo ocupa la base, es la masa, los hidratos de
carbono del plato principal. Todo se ofrece tan superpuestamente
ridículo que se vuelve querible, tierno, cercano. Gangnam
Style
está basado en el efecto “casamiento a las cinco de la mañana”,
ese momento donde el alcohol y el éxtasis señalan la desfachatez
como sinónimo de honestidad. O dicho de otra manera, Gangnam
Style
es tan artificial que es auténtico.
Mi
fantasía, al elegir el Bi Won para esa cena, era hablar de la letra
de la canción con algún coreano. En mi mesa, los comensales
pidieron el
típico Pulgogi –carne marinada que se cocina sobre una plancha
caliente en la misma mesa– y llega acompañada de una serie de
platitos con kimchi, algas y tofu. Yo me decidí por un calamar
picante, fresco y sabroso, difícil
de comer con los palitos de acero inoxidable, pero que bien valía la
pena la exhibición de mi torpeza. (Una vez Daniel Molina, alisa
@RayoVirtual en Twitter, me comentó que había un lugar para comer
descalzado sobre una especie de tatami íntimo pero, aunque fui un
par de veces, nunca accedí a ese lugar.)
Copio
unos versos de la letra de Gangnam
Style:
“Sobre el hombre que corre está el hombre que vuela, /nena,
nena, soy un hombre que conoce una o dos cosas./ Y vos sabés lo que
estoy diciendo”. Encontré la traducción
en la web. No tengo forma de saber si es correcta, pero descubro una
mezcla de sabiduría oriental –o lo que en Buenos Aires entendemos
por eso– y una coloquial advertencia amatoria. Muy similar al
proceso constructivo de yuxtaposición y adición de Gangnam
Style,
la comida coreana es para paladares que se aburren rápido y
necesitan saltar de un sabor a otro. Cuando terminamos la cena, y,
satisfecho, le pregunté al mozo por el hijo del dueño, el ya
legendario Diego Armando Lee. Me dijeron que no estaba. En su lugar
nos ofrecieron helados orientales de palito, generosa invitación que
declinamos. En mi casa, una vez mal, volví a escuchar Gangnam
Style.
Y comprendí, por primer vez, que era hermoso y despreocupado como
solo la juventud puede serlo.
(Publicado en revista El gourmet de noviembre.)