Los cambios que enfrenta hoy la civilización no constituyen una evolución, sino una revolución completa, paradigmática. La llegada del poder de cómputo accesible y una red de redes global (Internet) está transformando todas las hebras del entramado social, político, cultural y económico. El mundo en el que van a vivir nuestros tataranietos será tan diferente del de hoy como lo es una metrópolis actual respecto de la Bizancio de Justiniano.
Las monedas electrónicas, como Bitcoin, no son sino otra señal de esa transformación. Lo que vale ya no es el oro y la plata del metálico, ni la fe en la entidad que emite el dinero fiduciario. Lo que respalda las bitcoins es el poder de cómputo que su producción demanda, como prueba de trabajo, a los mineros digitales. No cavan el subsuelo, sino que ejecutan procesos matemáticos a velocidades incomprensibles para la mente humana. A mano, con lápiz y papel, una persona necesitaría 250.000 años para realizar la misma cantidad de cuentas que algunos de los cerebros electrónicos salidos durante 2013 completan en un tan sólo segundo.
Por eso el lema del nuevo mundo es El tiempo de cómputo es dinero . Me han preguntado muchas veces cómo puede valer algo una moneda que no existe. Porque el concepto de existencia también está cambiando. La virtualidad tiene su propia sólida y contundente ontología. Corren un grave riesgo quienes la desprecian y critican: volverse obsoletos.
En general, los reproches que reciben estos fenómenos disruptivos -es el caso de la Wikipedia, que tiene muchos puntos en común con Bitcoin- exponen un barniz de verosimilitud, pero no resisten el menor análisis. Por ejemplo, se dice que las bitcoins se usan a menudo en negocios ilegales. ¿Acaso el dinero convencional no?