(Hace unas semanas me pidieron un texto de Ñ sobre "literatura y ciudades". Pagaban bien. Mandé esto.)
A principios de 1998, llegué a París buscando jazz, bohemia y existencialismo. Encontré una ciudad indiferente de árabes recelosos, exiliados kurdos y supermercados iluminados con tubos fluorescentes. Rápidamente comprendí que esas calles devaluadas y frías hasta la gelidez, seguían vivas en los turistas que no conocían ni a Sastre ni a Django Reinhardt pero siempre se las arreglaban para encontrar los mejores bares. Una estudiante de Chicago cuya ocupación era beber, fornicar y decirle a su padre que intentaba aprender francés me ayudó a descubrir que Baudelaire rendía más que el idílico Hemingway de la belle époque. La arrebatada erotomanía de mi amiga americana recuperaba la libido y el spleen de las Flores del mal. Yo, agradecido. Bastante después leí París no se acaba nunca de Enrique Vila-Matas. El libro me gustó mucho, pero su París no tenía nada que ver con el mío.
Creo que no se puede escribir sobre box si nunca se boxeó, o de tango si no se bailó, o sobre rock si jamás se vomitó en un baño ajeno. En realidad, se puede, pero lo que queda la mayoría de las veces no funciona. La imaginación sirve para pulir, abrazar, recortar y modelar. Esa es mi idea. Sí, el lenguaje resulta cualquier cosa menos neutro. Narrar implica modificar, pero una cosa es hacerlo sabiendo y otra sin saberlo. Hemingway decía que si se omite algo porque no se sabe, queda un agujero en el relato. Es una observación simple de la que se puede aprender mucho.
El año pasado me invitaron a una feria del libro que se hacía en Cipolletti. El frío, el viento y calles desiertas se revelaron como el mejor escenario para leer a Ciorán. En verano, se podía ir al lago Mari Menuco, pero en invierno la estabilidad se lograba forzándose al cinismo lúcido. En otro viaje, un hallazgo similar me sobresaltó. Volvíamos por la ruta provincial 5 desde Alta Gracia. Manejaba Federico Falco. Después de la parada obligatoria en el monumento que Barón Biza le hizo a su primera mujer, me convencí de que el único lugar donde se podía escribir el Ulises argentino era en Córdoba. En la unitaria y egomaníaca Buenos Aires, jamás. “Córdoba es nuestra Dublín” le dije a Falco, que sonrió, sin dejar de mirar la ruta. Me concedió que la obsesión procaz de Joyce era fácil de encontrar en La Cañada, sobre todo a la madrugada. Después me citó a Filloy y yo lo envidié en secreto.
Este verano tengo el proyecto de ir hasta Asunción y después visitar Nueva Germania y San Bernardino. Quiero escribir sobre Elisabeth Förster-Nietzsche y su marido, el ideólogo antisemita y maestro de escuela Bernhard Förster. ¿Hace falta irse hasta Paraguay para escribir sobre Paraguay? Para mí es imprescindible. Aunque después no ponga nada de lo que vea en el libro y me la pase inventando, lo cual dudo mucho que ocurra.
En la película de Terry Zwigoff sobre Robert Crumb, el dibujante cuenta que le pidió a un amigo que manejara por la ciudad sin rumbo fijo mientras él sacaba fotos con una cámara de instantáneas. ¿Qué fotografiaba? Los postes del alumbrado público, semáforos y carteles, diferentes tipos de cableados, los transformadores suspendidos y las cajas que reparten la electricidad por los barrios. Esa parte del paisaje urbano, dice Crumb, es “jodidamente difícil de inventar”.
Me dijeron que Alberto Laiseca ambienta historias en ciudades que no conoce. Supongo que puede hacerlo porque tiene talento. Raymond Roussel cuenta en Como escribí algunos de mis libros que dio la vuelta al mundo pero no escribió nada sobre ese viaje. Prefirió, es evidente, situar sus mejores novelas en África y reírse del exotismo llevándolo al extremo.
La mejor parte de mi biblioteca está llena de ciudades reales que no conozco. El Stalingrado de Vasili Grossman y Anthony Beevor, el Hollywood de Bukowski. Otras las conozco, pero las siento ligeramente diferentes en los libros. El Palermo de Lampedusa, el Rio de Janeiro de Nelson Rodrigues, ese Londres encerrado de Viaje al fondo de la habitación de Tibor Fischer. Italo Calvino hizo un libro de una potencia creativa increíble. Sin embargo, aunque Las ciudades invisibles es de lectura grata, no todas sus descripciones son vívidas. La Interzona de Burroughs, armada con pedazos de mercados persas, peruanos y marroquíes, es mucho más vital y amenazante.
Si las aguafuertes de Roberto Arlt todavía siguen vigentes, y da la impresión que van a durar lo que dure Buenos Aires, el recorrido más completo de la picaresca porteña hasta ayer pertenecía a Jorge Asís. En El cineasta y la partera (y el sociólogo marxista que murió de amor) hay una escena clave donde, en Rio de Janeiro, un lector argentino le agradece a un novelista carioca la posibilidad que le dan sus historias de conocer la ciudad. El diálogo, simpático y pomposo, es clave. De esa forma deben ser leídos los mejores libros de Asís. (Véase para más datos, Los libros de la guerra de Fogwill, Editorial Mansalva, firme candidato a libro del año.)
Ahora estoy con El sindicato de Policía Yiddish, una ucronía de Michael Chabon. Ahí aparece Sitka, la ciudad pringosa y fantasmal del golfo de Alaska donde se refugian más de tres millones de judíos y cuya noche es “igual de traslúcida que las cebollas cocinadas en grasa de pollo”.
Objetos complejos, facetados hasta el infinito, las ciudades están llenas a su vez de otros objetos mucho más complejos y más facetados, especies de cajas chinas a las que llamamos “personas”. Los manuales de uso de ambos, siempre a destiempo, pueden estar en la ficción, pero su espíritu vive en los mapas de subtes, en las guías berretas que se compran en los aeropuertos, en los folletos turísticos de involuntario estilo paródico, en los diarios de temática morbosa, en los catálogos de lencería y disfraces, en las páginas web de los sex-shops y en el anecdotario popular, privado o público, que se perfecciona y siempre es mejor en la trasnoche de los bares.