Cenaba tarde y cuando terminaba, le gustaba tomar un café y después salir a patrullar la ciudad en auto. Ponía un disco y manejaba recibiendo la luz fragmentaria del alumbrado público. Manejaba sin rumbo fijo durante horas. Elegía las avenidas del centro pero también las calles desiertas de los barrios. A veces abría la ventanilla y el aire frío de la noche le daba en la cara. Todos pensaban que el patrullaje era una excusa que le servía para relajarse. Él respondía que luchaba contra el mal. Las dos cosas eran verdad.