lunes, 3 de enero de 2011

El último lector del siglo XX



1. Me acuerdo como si fuera ayer. Yo estaba sentado en las últimas filas de una clase de gramática y un amigo de esa época –todavía nos vemos, acaba de tener un hijo y trabaja como programador– me pasó un volumen breve editado de forma rudimentaria por la Librería Fausto. “Está muy bien” me dijo, con parquedad. No hizo falta más. El libro era una de las primeras ediciones, quizás la primera, de Crítica y ficción. Nunca se lo devolví, pero yo, a mi vez, también lo presté sin poder recuperarlo. ¿Qué encontrábamos durante los primos años de la década del 90 en Ricardo Piglia? Muchas cosas y sobre todo una idea de síntesis que no estaba en ninguna otra parte. Había un tipo que leía y que le daba a la lectura un valor unívoco. A diferencia de otros autores locales, relativistas y declamadores, no estaba obsesionado histéricamente con el conocimiento, sino que le interesaba una operación desglosada pero puntual. Qué leer era importante, sí, pero también cómo, desde dónde, para qué. Ahí se paraba Piglia. Y sin los sospechosos barroquismos de los filósofos franceses posmodernos, sin el hermetismo de cierta teoría literaria que nos sonaba demasiado farragosa y lejana, Crítica y ficción nos entregaba una mirada sobre la historia de las letras argentinas que era compatible con nuestros deambulares por las librerías de saldo de la calle Corrientes. Encontrábamos que, en sus complejas hipótesis, expuestas con la simplicidad de una conversación, había verdad. Crítica y ficción, entonces, era útil. Y le daba sentido a nuestra deficitaria vida de estudiantes tratando de autoeducarse en el pantano fin de siècle del neoliberalismo vernáculo. Luego, o al mismo tiempo, leímos La Argentina en pedazos, editado por la legendaria editorial La Urraca, de la que también coleccionábamos viejos números de la revista El Péndulo. El ejercicio de síntesis lúcida seguía funcionando pero se le agregaba la historieta, un género del que los profesores de filosofía sabían poco y nada.

Respiración Artificial fue otra cosa. Venía marcada como la obra de una época que nos resultaba cotidiana desde los saturados discursos de los Derechos Humanos pero también completamente ajena desde la experiencia. La leíamos, entonces, con respeto, y la disfrutábamos. Pero creo que terminamos de entenderla cuando alguien –un tío militante del último peronismo, en mi caso– nos avisó que había que contrastarla con Flores robadas en los jardines de Quilmes, su evil twin, su hermana kischt, melodramática y festiva, caída en desgracia junto a la figura controversial de Jorge Asís, su autor. Dejándose acompañar por Flores Robadas, Respiración artificial ganaba mucho. Juntas eran la teoría y la picaresca, la denuncia y la risa. Ellas nos confirmaron, como dos señoras ya no tan jóvenes, que la vida bajo la dictadura no era solamente lo que contaban los truculentos libros de investigación periodística y la denuncia épica del Nunca más.

2. Mientras me volvía, casi sin notarlo, un lector esmerado de Piglia, me enteré que enseñaba en la carrera que yo cursaba. El momento era spengleriano, y proponía el fin de las ideologías mientras propiciaba la lavada de manos política, pero él seguía insistiendo –como podía y como le salía– con la importancia de la relación entre ficción, escritura, lectura y política. Hice dos de sus cursos. Uno fue sobre Borges y el policial, donde nos hizo leer El enigma de la calle Arcos, la primera novela argentina de ese género, firmada por Sauli Lostal. En esas clases se escuchaba el bajo continuo de una especulación: Borges podía llegar a ser el autor escondido en el evidente seudónimo. Pese a esas torsiones, el otro curso me impresionó más. Dictado en el segundo cuatrimestre de 1996, organizaba la lectura de tres novelistas contemporáneos, que eran cada uno, una manera diferente de entender el género: Rodolfo Walsh, Manuel Puig y Juan José Saer. En ese momento no comprendí por qué no lo incluía a César Aira y terminaba de cerrar el círculo. (Una posible respuesta a esta pregunta está en Las vueltas de césar Aira, la tesis doctoral de Sandra Contreras. El primer capítulo es excelente, el resto del libro –como dice Damián Tabarovsky–parece escrito por el mismo Aira.) Recuerdo con mucha precisión que todos los seminarios curriculares de la carrera tenían una carga horaria de cuatro horas. Piglia elegía enseñar solamente dos. Pero esas dos horas valían para toda la semana. Como docente y conferencista era, y lo sigue siendo, excelente. Su preocupación crítica por la relación entre la forma de hablar y la forma de escribir está siempre presente en sus textos. ¿Cómo habla Piglia? Es un orador aplomado, solvente, que no se deja apurar, que maneja sus tiempos, que impone su ritmo. (Fíjense que Martín Kohan lo copia. Pero el resultado es diferente. Kohan es un enciclopedista hijo del alfonsinismo, Piglia tiene un trazado político más elaborado. La forma de hablar es el primer lugar donde se expresa la ideología.)

Otro rasgo claro de sus clases era el freno intransigente a la deriva burocrática o conceptual. Entre la numerosa concurrencia de sus clases se rumoreaba que alimentaba un armario lleno de monografías que nunca había leído, pero también se decía que siempre calificaba los trabajos que se le entregaban con ocho. Un día le llevé un breve ensayo sobre la relación entre la prensa gráfica y los lectores de novelas. Me dijo, sobrio, “dejémoslo para cuando termine el cuatrimestre”. (A Dios gracias no me animé a mostrarle mis apuntes donde la famosa pregunta formulada en Respiración Artificial, “¿Quién de nosotros escribirá el Facundo?”, se respondía retroactivamente con Mi Lucha. Por otra parte, todo el tiempo jugábamos a medirnos con sus ideas. Por ejemplo, cuando dice que Borges es el último escritor del siglo XIX porque nació en 1899 y Arlt el primero del siglo XX por ser categoría 1900, nosotros decíamos –siempre en un bar, desde luego– ¿y Hemingway que nació en 1899? Piglia era y es uno de los pocos argentinos que hablan de Hemingway. En la década del 90, el único.)

Cuando empecé a ir a sus clases, hacía poco se había estrenado la opera que Gerardo Gandini había hecho con La ciudad ausente. Sin el lustre mítico de Respiración artificial, más compleja y distante, en mi círculo se declaraba que esa era la novela mala. Yo no coincidía. No sé si ahora podría sostener mi hipótesis, pero en mis primeras lecturas –un poco alucinadas– encontraba en la historia de amor de La ciudad ausente una evidente y sofisticada respuesta al menemismo. Lo que faltaba, la ausencia, era la actividad política. Y la mujer como artefacto técnico, como objeto de deseo, ocupaba ese lugar. Envalentonado por este tipo de asociaciones libres, le pedí a Piglia una entrevista para una revista universitaria. Se negó. La idea, me dio a entender, lo fastidiaba. Así que me derivó con otro novelista que era su amigo y estaba de visita en Buenos Aires para ser jurado en el Festival de Cine de Mar del plata. Así terminé entrevistando a Juan José Saer en el living de la casa del cineasta Nicolás Sarquís y la desgrabación de ese encuentro –todavía la conservo– nunca se publicó.

Sobre el affaire del Premio Planeta no tengo nada para decir salvo que Plata quemada es una buena novela. Y si Piglia no se supo defender como hubiera debido fue porque no logró descender hasta la mezquindad de los que lo atacaron. Él mismo había señalado que los escritores contemporáneos difícilmente podían evitar el oprobio y el gran malentendido de los premios. Para la época del escándalo, me lo crucé a Julio Schvartzman en un pasillo de la universidad. Schvartzman, que fue dentro de mi educación superior el otro lector, me dijo: “Hizo cuentas y se va”. La universidad de Buenos Aires, conocida en el mundo por su excelencia, una vez más expulsaba lo bueno para continuar administrando lo mediocre.

3. Un par de años más tarde, cuando se repatrió, le volví a pedir a Piglia una entrevista esta vez para el suplemento cultural del semanario en el que trabajaba en ese momento. Me la dio. Hablamos de su agenda de lecturas. Me contó que a veces se llevaba un sandwich escondido cuando iba a leer a la biblioteca de la universidad norteamericana donde había estado enseñando. Los de esa época son quizás sus más discretos y precisos libros, Formas breves, Teoría del complot, la versión definitiva de Crítica y ficción y El último lector. En el año 2000, dirigió también, junto a Osvaldo Tcherkaski, la Biblioteca Argentina-Serie Clásicos de Clarín, una importante colección que dejaba entrever, de forma solapada pero firme, la disposición de sus anaqueles mentales. (Como Borges, Piglia también es los libros que editó. A saber, una antología sobre el realismo, cuentos norteamericanos, novelas policiales, y la citada biblioteca de clásicos que termina con El Eternauta, la historieta nacional y popular argentina por antonomasia.) Cuando la entrevista terminó, le dejé dos de mis libros. Una novela de tesis que intentaba actualizar Respiración Artificial, mientras se dejaba influenciar hasta el ridículo por su relato largo “Nombre Falso”, y un experimento con la cultura digital, “no del todo logrado” se dijo con razón en una reseña. Ambos relatos tenían noctámbulos caminando por la ciudad de Buenos Aires. Piglia me mandó un mail escueto: “Muy originales”. Viniendo de él, Dj de las letras argentinas, el tipo de las mezclas, la frase me sonó condescendiente. Un año después, en el Centro Cultural Ricardo Rojas, durante un concurrido ágape intelectual, saludó con afecto al editor y librero Francisco Garamona y a mí, que estaba al lado, ni me registró. Como la situación me evitaba el incordio de volver a presentarme, no llamé su atención. Montgomery Burns nunca recuerda el nombre de Homero Simpson. Pero el error, pensé en ese momento, es de Homero que vuelve una y otra vez a intentar ser recordado. Ahora tenemos Blanco nocturno. Un novela muy esperada, quizás demasiado.

La relación de los narradores con el tiempo siempre es tensa. En Respiración Artificial se dice que las buenas novelas se escriben después de los cuarenta años. Más allá del chiste interno –Piglia nació en 1940 y Respiración artificial se publicó en 1980– y si seguimos con estas cuentas, e introducimos la atendible variable de W. G. Sebald donde un escritor dispone de apenas veinte años de vida productiva original, Blanco Nocturno sería ya no una obra de madurez, sino de vejez. (Esto dicho sin ningún tipo de tinte despectivo. Philp Roth viene escribiendo el diario de su ocaso desde hace por lo menos cinco libros.)

Imposible desligar Blanco nocturno, entonces, de cierta melancolía. Por otra parte, la novela opera directamente sobre los problemas del siglo XX en la Argentina. El campo, el caudillismo, la autoridad criminal, las trapisondas financieras, la vuelta de Perón. El capítulo 15, una especie de recorrido por la conciencia industrial argentina fallada, vale la novela entera. Pero más allá de los juegos de la humillación, la locura lúcida y las notas al pie –usadas con brutalidad arlteana–, por su escenario retropampeano Blanco nocturno es el libro de Piglia que mayor comercio tiene con el ideario y el estilo de Ezequiel Martínez Estrada. A priori, Martínez Estrada, un ensayista hiperbólico enganchado en la droga obsesiva del Ser Nacional, estaría lejos de Piglia. Pero Blanco nocturno es una invitación a pensar otra vez la geografía argentina y sus ideologemas más básicos y primitivos. Muchas frases de la novela parecen sacadas de Radiografía de la Pampa: “La culpa de todo es del campo, del tedio infinito del campo, todos dan vueltas como muertos-vivos por las calles vacías. La naturaleza sólo produce destrucción y caos, aísla a la gente, cada gaucho es un Robinson que cabalga por el campo como una sombra.”

Heinrich von Kleist, en su ensayo Sobre la elaboración progresiva de las ideas en el discurso, aconseja hablar con alguien para terminar de definir una idea que se resiste a salir: “Cuando quieras saber algo y no lo consigas por medio de la reflexión interior, te aconsejo, querido amigo, que hables del asunto con quien tengas cerca”. En Blanco nocturno, Piglia pone el método en relación con el género y su principal personaje. El detective debe tener alguien que lo escuche, un partenaire, un Watson, para no enloquecer y poder razonar. Pero luego el mismo Piglia fuerza su propia hipótesis. El amanuense que escucha también traiciona, y el comisario Croce queda en una clara y verosímil desventaja frente al entramado argentino del poder. Es tentador leer en las reflexiones ensimismadas de este comisario de provincias, que es una cruda mezcla de militante y psicótico, las ideas resignadas de Piglia sobre sí mismo. “Soy un dinosaurio, un sobreviviente, pensaba (…) se juntaban en La Plata y se ponían a recordar viejos tiempos. ¿Pero existían los viejos tiempos?”. Nunca es tan fácil, sin embargo, esa relación. En un guiño, Piglia le adjudica detalles de su propia biografía al primer Belladona, al mismo tiempo bastardo y patriarca de la familia sobre la cual gira la historia central de la novela. El novelista dice con estos datos que en todos los personajes, incluso los más lejanos, hay algo de su autor.

Si valiera hacerle alguna crítica a Blanco nocturno, sería posible decir que tarda en arrancar y que se nota el excesivo paso del tiempo entre su escritura, su corrección y su publicación. El mismo Piglia lo señala, cada vez que puede, como si se tratara de una virtud. ¿Realmente es posible registrar en una construcción textual el añejamiento como si se tratara de un vino? ¿La escritura privada que no se hace pública tiene una fecha de caducidad, se transforma, se aja, se enaltece? Creo que la sintaxis y el vocabulario también se resienten, se cargan de dudas, cuando no se comparten. Hay poca frescura en la prosa de Blanco nocturno lo cual, por otra parte, va en dirección de la trama, oscura y amarga. Novela analógica, freudiana, entonces. Novela de incestos velados, endogamia, máquinas y sueños. Una obra de vejez que garantiza recursos clásicos, bien administrados, y en ningún caso ingenuos. De hecho novela y novelista llegan a ironizarse a sí mismos. La escena resulta bucólica. En la distancia, un poco más acá de la línea de la llanura, se ve a una mujer que, aislada de todos, lee. Cuando Renzi, periodista y personaje central de la narrativa de Piglia, pregunta qué lee, la respuesta es contundente. Lee novelas. Obras completas. Por autor. “Todo Aldus Huxley, todo Alberto Moravia, todo Thomas Mann, todo Galdós”. Y nunca lee novelistas argentinos, se aclara, “porque dice que esas historias ya las conoce”.

4. En uno de sus ensayos menos conocidos, pero quizás más retórico y pregnante, César Aira especula sobre la figura del último escritor. Todos los escritores son para sí mismos, dice, el último escritor. Sin embargo, Aira, creo, es el más último de todos, al menos de los argentinos, por su incondicional anclaje en las vanguardias del siglo XX. Piglia, en el mismo sentido, es el último lector. Aira y Piglia, entonces, más parecidos de lo que la crítica acepta, más juntos de lo que ellos mismos piensan, funcionando como componentes residuales del complejo y abrasivo aparato de lecto-escritura del siglo pasado. (Francis Fukuyama, otro milenarista, escribió un libro tan pedestre y banal como influyente que llevaba por título El fin de la historia pero cuyo subtítulo, El último hombre, es difícil pasar por alto.) Tampoco se me escapa que hay una cosa ampulosa, muy retro, casi tanguera, en el sello de Piglia. La obsesión con la tradición, ¿no es acaso una forma de conjurar la deforme autoestima porteña, una de las tantas versiones argentinas de la nostalgia? Quizás eso sea lo que genere cierta distancia con los escritores jóvenes. Piglia no bucea en el presente. Lee y alaba lo que le llevan. Defiende y se interesa. Pero a diferencia de Fogwill, que bajaba y se enredaba, Piglia practica una delicada política de sustracción cuyo nombre descriptivo podría ser “Que jodan lo menos posible”. ¿Esa actitud de auto-preservación le hace a perder fuerza? Su círculo de lecturas comentadas a veces parece demasiado angosto. Como lector, Piglia siempre es preciso y nítido, pero queda muy atado, insisto, al siglo XX y al cultivo inclaudicable de su soledad. Pese a todo, como ya está comprobado, la ausencia crea mito y el poco roce pule mucho. No estar, como táctica, es excelente. A principios del 2009 hice una residencia en la Universidad de Alcalá y todo el mundo me hablaba de Juan Gelman, que había recibido el premio Cervantes en el 2008. Para mí, Gelman es un poeta malísimo, sino directamente paupérrimo, y el símbolo de una izquierda argentina que se niega a hacer ningún tipo de autocrítica. Por eso, intentando contrarrestar ese entusiasmo –tan europeo– cada vez que podía mencionaba a Piglia. Por respuesta recibía un asentimiento, como si me dijeran: “Espera, majo, que ese ya está llegando”. Sería, entiendo, un premio merecido y bien dado.

Todos los escritores de lengua castellana, si le deben algo a Borges y practican la novela, le deben algo también a Piglia, independientemente de que lo hayan leído o no. Desde la evidente relación con el Isac Rosa de El vano ayer hasta Patricio Pron, pasando por Edmundo Paz Soldán y llegando hasta el Rodrigo Fresán de El Fondo del cielo, Piglia se para, desde su tan mentado interés por la tradición, en tensión con todos los narradores que versionan, mezclan o desarman algunos de los engranajes de la novela de tesis. (¿Y quién puede negar que Las teorías salvajes de Polo Oloixarac es una puesta a punto, un up-grade del género como lo fue alguna vez Respiración Artificial?) En el siempre apelmazado y firme ámbito académico su influencia es todavía más decisiva. Y si puedo agregar algo más déjenme decir que sus detractores, pocos y poco inteligentes pero los tiene, simplemente no lo entienden. No entienden su gesto serio, su retiro, su “modernidad”, todo eso que lo une directamente con el Flaubert de La educación sentimental pero que le permite también comprender el sistema irónico y erudito de Bouvard y pecuchet.

En su prólogo a El último lector, Piglia describe una moneda griega hundiéndose en el barro del fondo de un rio: “La moneda griega es un modelo en escala de toda una economía y de toda una civilización y a la vez es solo un objeto extraviado que brilla al atardecer en la transparencia del agua”. Aparte de economía y civilización, la moneda es sinécdoque del arte, y en este caso, arte de narrar y de leer. Como el lector que es inútil frente a avalancha de lo real, existiendo sin dejar marcas, la moneda griega de Piglia parece desaparecer. Pero finalmente no se hunde. Y no desparece. Por el contrario, es recuperada y muchos de los que aprendimos a leer con sus libros la usamos –la estamos usando– para pagar nuestro turno en los cibers del centro de Buenos Aires.


Publicado en Quimera, diciembre del 2010.-