Fragmento de mi diario del BAFICI_2012.
Sado de Homero Cirelli
Vuelvo
a los cines del Abasto recién a las once de la noche. Más
precisamente, 23.45. Entro a ver Sado
de Homero Cirelli. Empieza con todo. Un porteño evoca la asunción
de Cámpora en el 73 con un diario de la época. Enseguida, cita en
gráfica blanca cobre fondo negro: “Se viaja no para buscar el
destino sino para huir de donde se parte”, Miguel de Unamuno. No es
una cita genial, ni original, ni lúcida. Pero no me rebelo contra
ella. La música, rudimentaria, abrasiva, extrañamente melódica, me
seduce. Sado
va a hacer del blanco y negro y los contrastes su ética. El diseño
de sonido es uno de los puntos más altos dentro de una película que
logra muchas cosas. La principal, retratar Buenos Aires desde un
interior, marcando y recortando con probidad el afuera y el adentro,
lo público y lo privado, sin subrayarlo, sin señalarlo, limitándose
a ponerlo en la pantalla y disfrutarlo. Buenos Aires es sado, dice
Homero. Pero nunca lo vas a ver directamente, nunca se va a
comprobar, no hay imagen del latigazo, del moretón. Nuestra rutina
está encapsulada pero afuera nos espera la ciudad. Sabemos todo sin
acceder, sin presenciarlo. Hay goce en la privación, en espiar. Qué
bello es eso. La película puede ser leída desde las dicotomías que
ya presenta el blanco y negro, pero es mucho más. El personaje
central es una dominatriz en su vida diaria. Nunca la vemos
castigando a un cliente ni trabajando. La vemos en pantuflas y apenas
escuchamos sus conversaciones telefónicas. “¿Tienes experiencia o
no tienes experiencia?” Corte. “Este se quiere tragar su propia
leche” le comenta a una amiga que la visita. Corte. La pantalla se
llena con un noticiero de televisión que registra una manifestación
en España. Los manifestantes son reprimidos con dureza por la
policía. Los jóvenes resultan apaleados. Nos enteramos que la
dominatriz se va a casar con un español que todavía está allá.
También hablan por teléfono. Un pintor le da unos retoques al marco
de una puerta. Se trata de señalar de blanco un pasaje. Afuera, ya
en el balcón, pinta de negro los implementos de tortura que ella usa
en su trabajo. Por el balcón asoma la cabeza onmipresente de la
virgen de Santa Catalina de Sienna que queda sobre Viamonte. Si el
dato no es exacto, el paisaje con seguridad pertenece al microcentro
porteño. Otra escena: La dominatriz va al psicólogo. Pero no habla
de su profesión. Apenas cuenta una anécdota. Habla muy por arriba
de su vida. Casi no habla en realidad: Llega tarde, interrumpe la
sesión para atender los llamados de sus clientes. Sado
se transforma en una película de detalles, de planos cerrados, en un
tratado sobre la felicidad en la intimidad, sobre el orden de lo
privado y la vida doméstica. La dominatriz hace voces. Imita
acentos, imita el porteño, imita el acento castellano, imita otras
voces. Lo más cerca que la vemos de su práctica es cuando posa
maquillada y vestida para una sesión de fotos. La trama sonora
diseñada por el mismo Homero sigue puntuando las imágenes que se
cortan cada tanto para mostrar la violencia real, también
mediatizada por la distancia, es otro país, y la televisión, es
otra pantalla.
Durante
la proyección, unas filas adelante un hombre joven de voz extraviada
comienza a hacer comentarios libidinosos y el público que lo rodea
le pide que se calle. La situación continúa. Más comentarios, más
pedidos de silencio. Me da la impresión de que los que chistan y
reprimen no están entendiendo la película. Se me pasa por la cabeza
que el que habla es el mismo Homero Cirelli, que viene a ver su
película y no puede dejar de comentarla. Sobre el final se da una
situación parecida pero desde la pantalla. Se abre un hiato con un
salto al working progress. Los actores dejan de actuar y la
dominatriz habla de verdad con el novio que está en España y le
confiesa su sorpresa por un llamado que había recibido durante una
escena. ¿Eras vos? ¿No eras? Los actores ríen y vemos que están
en una set, que se distienden, aunque la cámara siguió filmando.
Pienso
en el actor que comenta una escena, en el espectador que comenta la
pantalla. Luego, en el registro civil de la calle Uruguay se continúa
este hiato porque se registra el casamiento que es un acto legal y
por lo tanto no es actuado. La escena me resulta documental, tanto o
más que las emisiones televisivas de la violencia en España. En el
final, con ojo de pez, se muestran con más detalle los implementos
de tortura sexual que usa la dominatriz. Los vemos en reposo, fijos
en estantes, esperando como armas en un comercio. Algunos son
comésticos, una peluca, un antifaz, una máscara. Otros son activos,
como un consolador o un látigo.
Cuando
la película termina todavía me queda en la retina el virtuosismo de
Cirelli. Impresiona la forma en que logra filmar Buenos Aires sin
salir ni siquiera al balcón. Vemos Buenos Aires desde un adentro muy
profundo. Desde las sombras hacia la luz, desde la oscuridad hacia la
claridad. No hay sordidez. Una película que disfruté mucho más de
lo que me gustó, y que me gustó mucho más de lo que estoy
dispuesto a aceptar.