Su participación como el Moisés de Los diez mandamientos de Cecil B. de Mille alcanzaba para transformarlo en parte de la historia del cine. Pero también fue el esclavo Judah en Ben-Hur, el Capitán William Frank Cody en Pony Express, Rodrigo Díaz de Vivar en la versión anglo de El mío Cid, Thomas Jefferson en Los patriotas, y Taylor, un inolvidable astronauta que, confundido, peleó por su vida en un planeta dominado por castas de monos parlantes. El 3 de abril pasado, Charlton Heston, nacido como John Charles Carter en Illinois, moría en su casa de Beverly Hills a la edad de 83 años. Desde su debut, la adaptación fílmica de Peer Gynt en 1941, había participado en más de ciento treinta películas para cine y televisión.
Dueño de un voz dura y atractiva, una sonrisa grande, frente ancha y hombros musculosos, Heston impuso un estilo que abrió la puerta para que actores tan diferentes como Arnold Schwarzenegger y Ed Harris saltaran de los papeles secundarios a los roles centrales. Estuvo casado por más de sesenta años con la misma mujer y escribió unas memorias excelentes cuyo título original, Into the Arena, es una descripción elocuente de su obra pero también de su vida.
De hecho, la violencia no fue sólo patrimonio de las ficciones que lo tuvieron como protagonista. Su defensa de la Segunda Enmienda de la Constitución de Estados Unidos que permite la libre posesión de armas y su militancia activa en la Asociación Nacional del Rifle nos dejó una frase de rara poesía. Se la dedicó a su Winchester modelo 1866: “Solo me lo quitarán de mis manos frías y muertas”. En un país donde los miembros de esta asociación llegan a los cuatro millones y los accidentes de armas dejan alrededor de treinta mil muertos anuales, era esperable que su figura causara rechazo y adhesiones, pero ni las unas ni las otras explicaban su amor por las armas. ¿Doble discurso? ¿En la pantalla queremos que el héroe sea intrépido y temerario, pero en la vida cotidiana le pedimos mesura y corrección? Heston fue uno de los últimos duros del siglo XX. Lo suyo no era sólo una fachada. Muchos de sus gestos fílmicos de autoafirmación nos remiten a su vida.
En Bowling for Columbine, un afectado Michael Moore intentó responsabilizarlo de la violencia en las escuelas de América. ¿No hubiera sido mejor sondear la psicología de la nación en vez de confrontar a un viejo actor y recaer en una burda pedagogía para las masas? Es evidente que la violencia no puede ser comprendida desde la indignación o la sensiblería. En Elephant, Gus Van Sant prescindió de poner en ridículo a un viejo icono del cine americano para describir la masacre de Columbine. Le alcanzó con dejar de lado el efectismo y construir una película simple y virtuosa a la vez.
La muerte de Heston se transforma en una de las tantas marcas que nos informan sobre el final del siglo XX. El Gran Chuck compartió, al lado de Clint Eastwood, Orson Welles, Hugh Hefner y William Burroughs, el panteón curioso y apasionante de los hombres longevos que lograron verse convertidos en mitos americanos.