"Entre aquellos desgraciados estaba también el infeliz Cannavale y me dolía dejarlo entre aquel montón de muertos y heridos. Era un buen hombre, había sentido siempre mucha simpatía por mí y era de los pocos que acudieron a mi encuentro a estrecharme la mano públicamente cuando regresé de la isla de Lípari. Pero ahora estaba muerto y, ¿es acaso posible saber lo que piensa un muerto? Acaso me hubiese guardado rencor durante toda la eternidad si lo hubiese dejado solo, si no lo hubiese acompañado al hospital ahora que estaba muerto. Todo el mundo sabe lo egoísta que es la raza de los muertos. No hay más que ellos en el mundo, los demás no cuentan. Son celosos, están llenos de envidia y lo perdonan todo menos que se esté vivo. Querrían que todos fuésemos como ellos, llenos de gusanos y con los ojos vacíos. Son ciegos y no nos ven; si no fuesen ciegos verían que también nosotros estamos llenos de gusanos. ¡Ah, malditos! Nos tratan como esclavos, querrían que estuviésemos allí, a sus órdenes, siempre dispuestos a satisfacer sus caprichos, a inclinarnos, a quitarnos el sombrero, decirles «su humilde servidor...». Intentad decirle que no a un muerto, que no tenéis tiempo que perder con él, que tenéis otras cosas que hacer, que los vivos tienen sus quehaceres que solventar, que tienen deberes que cumplir acerca de los vivos también, y no solamente acerca de los muertos; intentad decirles que el muerto al hoyo y el vivo al bollo; intentad decirle esto a un muerto y veréis qué ocurre. Se volverá contra vosotros como un perro rabioso y tratará de morderos, de destrozaros la cara con las uñas. La policía tendría que esposar a los muertos en lugar de obstinarse en esposar a los vivos. Debería encerrarlos bien esposados en los ataúdes y hacer seguir el entierro con un buen vergajo en la mano para proteger a la gente decente de la rabia de aquellos malditos; porque los muertos tienen una fuerza terrible; serían capaces de romper las esposas, destrozar el ataúd, salir de él y empezar a morder y arañar la cara a todos, parientes y amigos. Deberían enterrarlos bien esposados, cavar profundísimas tumbas; llenar las fosas de gruesas piedras, meter el ataúd bien clavado y apretar bien la tierra sobre el túmulo para que esos malditos no salgan a morder a la gente. ¡Ah, dormir en paz, malditos! ¡Dormid en paz, si podéis, y dejad tranquilos a los vivos! Dormid, dormid en paz y dejadlos tranquilos..."
Curzio Malaparte, La piel (1949).