viernes, 28 de agosto de 2009

La máquina del dinero

La última vez que estuve en Madrid, un mendigo subió al metro y dijo que era HIV positivo desde el año 88 y que dormía en un cajero automático. “En Buenos Aires sería imposible —pensé—, lo sacarían a patadas, lo harían meter preso, solamente un prestigioso banco europeo puede darse el lujo de que sus clientes desayunen con un croto sidótico.” Aunque ahora no estoy tan seguro… La historia de los cajeros automáticos en la Argentina es breve, pero significativa. Llegaron a principios de los 90, con la convertibilidad, y se quedaron. Fueron la digitalización de las relaciones sociales, la cabeza de playa monetaria de la web. La red Banelco implementó un slogan ambicioso: “Te banelquiza la vida”. El dinero comenzó a fluir por un complejo y vertiginoso entramado de cables. El brillo de las superficies plateadas –preferentemente aluminio– y la transparencia de las puertas de vidrio –que se franqueaban también de forma automática con el uso de la tarjeta– quisieron ser sinónimo de la eficiencia y la velocidad de una época. Pero la tradición pesó más. En la pulseada de la modernidad ganó lo telúrico. El corralito aliancista argentinizó los cajeros a minutos del siglo XXI y el slogan se ironizó a sí mismo. “La máquina que te da plata a cualquier hora” se había transformado en “la maquina que te niega plata a cualquier hora”. Hoy los cajeros automáticos están completamente asimilados a la rutina diaria de la clase media porteña. Las superficies que antes brillaban ahora son pringosas, algunos –como el Link de Corrientes y Montevideo— siempre tienen olor a pis y el miedo a las “salideras” hace que el consejo “nunca revele su clave a extraños” suene ingenuo. En el último episodio de su narrativa semi-pública, la gripe A los había convertido en cámaras de gas paranoicas. A fines de julio, hice cola en el Banco Rio de Rivadavia donde había cinco personas esperando. Tres usaban barbijo. Sin embargo, alimentada por la fuerza del capital financiero, la pantalla electrónica seguía igual de brillante que siempre.


(Publicado en la revista Ñ del 22 de agosto.)