Sobre Brad Pitt
(Julian Gorodischer me pidió para el especial que hizo Ñ que escribiera una nota sobre mi ideal de belleza humana. Elegí escribir sobre Brad Pitt. Esta es la versión sin cortes de lo que mandé.)
Cuando Thelma & Louis se estrenó en la Argentina, a principios de los 90, un amiga me la recomendó con mucho entusiasmo. La alquilé dos años después, en un video-club de la calle Eleodoro Lobos que ya no existe más. La película me resultó anodina, acomodaticia, y la olvidé. Un par de años más tarde, Entrevista con el vampiro me gustó. Encontré la novela de Anne Rice en una librería de la calle Corrientes. Estaba mal escrita, mal traducida y era apasionante. Tom Cruise como Lestat había despertado las protestas comprensibles de los fans de Rice. Pero, ¿quién era el actor que hacía de Louis Point de Lac? Enseguida se estrenó Seven y ahí pasó algo diferente. Primero, la película tiene una serie bastante elaboradas de citas literarias sumadas a una estética de la velocidad, la humedad y la descomposición, sin dejar de ser cine mainstream. Segundo, la pareja de detectives estaba bien equilibrada. Morgan Freeman sacaba fotocopias de viejas ediciones de Chaucer mientras sonaba la Suite número 3 en Re mayor de Bach y el policía joven era un cautivante rubiecito de mirada triste y seria. Se llamaba Brad Pitt y ya era una estrella. En Doce monos hizo de loco para demostrar que podía actuar y en Siete años en el Tibet estuvo en Mendoza. Lo perdí de vista. Aunque ahora las estudiantes de la carrera de Letras de la UBA lo identificaban sin problemas.
Entonces volvió David Fincher con una novela sobre hombres nocturnos que pelean en los sótanos del primer mundo y el Brad encontró a su personaje. Abelardo Ramos dice que Perón no generó el 17 de octubre, sino que fue el 17 de octubre el que generó a Perón. Siguiendo esa lógica, para mí, Taylor Durden fue el que creó a Brad Pitt, el que lo puso en el lugar que merecía, el que le dio una cara, una manera de ser, una ética. Se trataba del mismo actor que había abandonado la televisión berreta con Thelma & Louis, mostrando unos abdominales tallados a mano, dándole placer por primera vez en su vida a Geena Davis para después robarle y encarnar el segundo quiebre de la narración que da comienzo al desenlace. Era el mismo actor, sí, pero también era diferente. Ya no se trataba del policía que luchaba contra el psicópata. Ahora lo veíamos malo, eficiente, festivo y luchando, sí, pero contra el sistema. El club de la pelea no fue la última película del siglo XX sino un tráiler del principio del siglo XXI. (Sobre el final, entre el amor y la pornografía, las torres implotan.) En Snatch, Brad mostró que le quedan bien las vendas de boxeador. Y en el 2001, ya en pleno set de Ocean´s Eleven, Steven Soderbergh le dijo: “Mirá, nene, quiero que seas vos mismo, que hagas los chistes que hacés en tu casa, agregamos un buen vestuario y listo”. Si no fue así, así debería haber sido. En Troya, aparece desaprovechado. Aunque cuando muere Patroclo un seductor y dulce aire de tragedia llena sus ojos, su referente nunca fue Aquiles, el vengador, sino Odiseo, el que sabe engañar. Enseguida, con El señor y la señora Smith retomó la violencia, la líbido y el capitalismo. La película, en su linealidad, es un catálogo completo de moda y tecnología. No vi Babel, no vi El curioso caso de Benjamin Button y en Bastardos sin gloria, Brad aparece embrutecido por una trama políticamente correcta, salida de la mente de un militante de los Derechos Humanos. Queda claro que si la guerra es una prolongación de la política por otros medios, Tarantino no sabe de política, y menos de política europea.
Ahora bien, atendiendo a la campana de la tradición, Pitt parecería ser un hijo putativo de Marlon Brando disfrazado de Robert Redford que, sin llegar a los excesos histéricos de un Sean Penn –vomitar en la calle, pegarle a un periodista, entrevistarse con Chávez– puede hacer, cada tanto, de niño malo. O sea, el irresistible niño bueno que conoce las formas de la crueldad. Por otra parte, la belleza física de una persona nunca es puramente física. Siempre hay algo más. Es una forma de pararse, un gesto, una intención. Y Brad Pitt tiene mucho de eso. Heterosexual pero pícaro, pulcro pero no obsesivo, educado y tierno sin altos grados de histeria, capaz de auto-ironizarse sin hacer de eso el leitmotiv de su vida, la escena de Seven en la que entra al auto, insulta a Dante y revolea el libro es clave para entender porque gusta tanto.
Existe un diálogo platónico donde Sócrates cuenta que Tales de Mileto se cayó a un pozo mientras caminaba contemplando las estrellas y entonces una muchacha de Tracia se burló de él. Desde ese momento se habla de “la risa de la muchacha de Tracia” para citar a los que, perdidos en abstracciones filosóficas, no ven lo que tienen delante. Por otra parte, la muchacha seguramente era hermosa. O al menos así debemos imaginarla. Y es posible que Brad Pitt no se ría a carcajadas, pero esa sonrisa sutil, ese brillo en los ojos y ese gesto de confianza son marcas que nos recuerdan que la belleza no sólo se deja ver, sino que también nos mira.
Cuando Thelma & Louis se estrenó en la Argentina, a principios de los 90, un amiga me la recomendó con mucho entusiasmo. La alquilé dos años después, en un video-club de la calle Eleodoro Lobos que ya no existe más. La película me resultó anodina, acomodaticia, y la olvidé. Un par de años más tarde, Entrevista con el vampiro me gustó. Encontré la novela de Anne Rice en una librería de la calle Corrientes. Estaba mal escrita, mal traducida y era apasionante. Tom Cruise como Lestat había despertado las protestas comprensibles de los fans de Rice. Pero, ¿quién era el actor que hacía de Louis Point de Lac? Enseguida se estrenó Seven y ahí pasó algo diferente. Primero, la película tiene una serie bastante elaboradas de citas literarias sumadas a una estética de la velocidad, la humedad y la descomposición, sin dejar de ser cine mainstream. Segundo, la pareja de detectives estaba bien equilibrada. Morgan Freeman sacaba fotocopias de viejas ediciones de Chaucer mientras sonaba la Suite número 3 en Re mayor de Bach y el policía joven era un cautivante rubiecito de mirada triste y seria. Se llamaba Brad Pitt y ya era una estrella. En Doce monos hizo de loco para demostrar que podía actuar y en Siete años en el Tibet estuvo en Mendoza. Lo perdí de vista. Aunque ahora las estudiantes de la carrera de Letras de la UBA lo identificaban sin problemas.
Entonces volvió David Fincher con una novela sobre hombres nocturnos que pelean en los sótanos del primer mundo y el Brad encontró a su personaje. Abelardo Ramos dice que Perón no generó el 17 de octubre, sino que fue el 17 de octubre el que generó a Perón. Siguiendo esa lógica, para mí, Taylor Durden fue el que creó a Brad Pitt, el que lo puso en el lugar que merecía, el que le dio una cara, una manera de ser, una ética. Se trataba del mismo actor que había abandonado la televisión berreta con Thelma & Louis, mostrando unos abdominales tallados a mano, dándole placer por primera vez en su vida a Geena Davis para después robarle y encarnar el segundo quiebre de la narración que da comienzo al desenlace. Era el mismo actor, sí, pero también era diferente. Ya no se trataba del policía que luchaba contra el psicópata. Ahora lo veíamos malo, eficiente, festivo y luchando, sí, pero contra el sistema. El club de la pelea no fue la última película del siglo XX sino un tráiler del principio del siglo XXI. (Sobre el final, entre el amor y la pornografía, las torres implotan.) En Snatch, Brad mostró que le quedan bien las vendas de boxeador. Y en el 2001, ya en pleno set de Ocean´s Eleven, Steven Soderbergh le dijo: “Mirá, nene, quiero que seas vos mismo, que hagas los chistes que hacés en tu casa, agregamos un buen vestuario y listo”. Si no fue así, así debería haber sido. En Troya, aparece desaprovechado. Aunque cuando muere Patroclo un seductor y dulce aire de tragedia llena sus ojos, su referente nunca fue Aquiles, el vengador, sino Odiseo, el que sabe engañar. Enseguida, con El señor y la señora Smith retomó la violencia, la líbido y el capitalismo. La película, en su linealidad, es un catálogo completo de moda y tecnología. No vi Babel, no vi El curioso caso de Benjamin Button y en Bastardos sin gloria, Brad aparece embrutecido por una trama políticamente correcta, salida de la mente de un militante de los Derechos Humanos. Queda claro que si la guerra es una prolongación de la política por otros medios, Tarantino no sabe de política, y menos de política europea.
Ahora bien, atendiendo a la campana de la tradición, Pitt parecería ser un hijo putativo de Marlon Brando disfrazado de Robert Redford que, sin llegar a los excesos histéricos de un Sean Penn –vomitar en la calle, pegarle a un periodista, entrevistarse con Chávez– puede hacer, cada tanto, de niño malo. O sea, el irresistible niño bueno que conoce las formas de la crueldad. Por otra parte, la belleza física de una persona nunca es puramente física. Siempre hay algo más. Es una forma de pararse, un gesto, una intención. Y Brad Pitt tiene mucho de eso. Heterosexual pero pícaro, pulcro pero no obsesivo, educado y tierno sin altos grados de histeria, capaz de auto-ironizarse sin hacer de eso el leitmotiv de su vida, la escena de Seven en la que entra al auto, insulta a Dante y revolea el libro es clave para entender porque gusta tanto.
Existe un diálogo platónico donde Sócrates cuenta que Tales de Mileto se cayó a un pozo mientras caminaba contemplando las estrellas y entonces una muchacha de Tracia se burló de él. Desde ese momento se habla de “la risa de la muchacha de Tracia” para citar a los que, perdidos en abstracciones filosóficas, no ven lo que tienen delante. Por otra parte, la muchacha seguramente era hermosa. O al menos así debemos imaginarla. Y es posible que Brad Pitt no se ría a carcajadas, pero esa sonrisa sutil, ese brillo en los ojos y ese gesto de confianza son marcas que nos recuerdan que la belleza no sólo se deja ver, sino que también nos mira.