jueves, 5 de mayo de 2011

Hombres que saltan en jaulas de animales salvajes

— La mujer es depredadora. Se come al hombre por partes —decía Rosta, mientras servía el café de la máquina—. Se lo come todo. Hasta el final. Incluso los huesos. Los rompe, los hace polvo y se los traga. No perdona nada. Y tiene paciencia. Hace jugar el tiempo de su lado. Es horrible, es aterrador, pero es lo que pasa.

Rosta se llama Rostavili, pero le decimos Rosta. Es el tipo de las trescientas hipótesis sexuales. Nunca mira las cosas de frente, pero arriesga definiciones todo el tiempo. En su perspectiva, la sociedad es la vaina vacía del resentimiento, el juego de mesa de un paranoico full-time, el laboratorio donde la madre naturaleza se dedica a reventar sus estándares de calidad para ver qué pasa. Yo tengo menos ambiciones científicas. Para mí somos los muñecos de gomaespuma del auto recién salido de fábrica que choca contra una pared de ladrillo. Somos eso y esas chances tenemos de sobrevivir. Cuando nos suben al auto, nuestro cerebro ya está relleno de material inerte, pero igual duele. De cero a cien en seis segundos. Dejaron el cinturón de seguridad desabrochado. No tenés tiempo ni de mearte encima.

La historia de Rosta es también mi historia. Nacimos en 1975 y nos comimos la década del 90 de punta a punta. ¿Qué fueron los años 90 sino un gran experimento eugenésico donde los padres, crecidos en los años 70, dejaban sin trabajo a sus hijos a cambio del poder económico? El poder político les había sido negado. No tenían muchas opciones. Con Rosta, empezamos a estudiar filosofía juntos y juntos también despertamos a la conciencia y al desempleo durante la convertibilidad del peso. Un peso, un dólar. Gran frase. Dejamos la universidad al mismo tiempo y con la misma perspectiva de miseria. Desde entonces fuimos amigos.

Y para decir la verdad, yo también estuve preocupado por las armas bacteriológicas, los Protocolos de los Sabios de Sión, la inseguridad urbana, el poder blanco y las usinas nucleares. Así que tener un amigo como Rosta siempre ayuda. Por ejemplo, él es el único que sabe de mi “mano mala”. Me la rompí boxeando. La bolsa estaba demasiado cargada y yo no me había vendado bien. Después, bloqueé varias veces los ganchos abiertos de un tipo que era sparring profesional y se resintió todavía más. Es la mano derecha y sin derecha no hay boxeador. El General Perón decía que el movimiento pegaba con la izquierda y negociaba con la derecha. Bueno, dentro de ese metafórico esquema de pensamiento, no tengo poder de negociación. Mi izquierda sigue siendo buena, y Rosta lo sabe, pero la derecha –todas esas articulaciones, el hueso entre el pulgar y los demás dedos— me duele incluso cuando alguien me da la mano. Si es un desconocido y aprieta, la mayoría de las veces lo insulto sin hablar. Tampoco puedo abrir un frasco que pasó mucho tiempo cerrado o empujar el picaporte de una puerta pesada, sobre todo si es un día de mucha humedad.

Durante bastante tiempo Rosta y yo nos juntamos con telemarketers que se quejaban de todo y pasaban el verano en Punta del Este o pibes de Belgrano que trabajaban en los McDonalds de Cabildo antes de irse a Europa. Conocimos muchas estudiantes de psicología que preferían atender mesas en los bares de Recoleta antes que rendir finales para recibirse. Eran ansiosas, muy parecidas a buitres sexuales. Nosotros nos prohibimos la queja. Pero igual todavía seguíamos atrapados en el pantano de la clase media.

En todo caso, él la pasó mejor que yo –conseguía trabajo más fácil, dormía con un ojo abierto como un cazador en la selva– hasta que un día empezó a ver una figura abstracta que se dibujaba con datos sueltos. A veces leía los diarios que otras personas dejaban en los bares o las revistas de las salas de espera. Una tarde recortó una nota. Un farmacéutico australiano había vencido el vallado del zoológico de Sidney para correr hacia una pareja de leones nacidos en cautiverio. Un mes después Rosta encontró un chino borracho que había intentado abrazar a un oso panda. O por lo menos eso era lo que decía el diario. Un par de cervezas y adentro. Antes, el chino se desnudó. El panda era de la variedad de los gigantes, que pueden matar a un cordero mediano con las garras. Los empleados del zoológico lo ahuyentaron tirándole agua con una manguera. Patético. En la misma nota se contaba que, con apenas tres meses de diferencia, un estudiante enamorado se había metido en el predio de los camellos, que lo habían molido a patadas.

Después, Rosta consiguió trabajo como guardia de seguridad en un lugar de fiestas infantiles. Para ser guardia de seguridad la única condición es saber aburrirse y que no te importe hacer el ridículo en silencio. Parece fácil, pero es fácil solamente por un tiempo. Después de unos meses, todo se empieza a enrarecer y a complicar. Uno agradece tener trabajo pero la cabeza te funciona cada vez más rápido y con más fuerza de arrastre. Según Rosta, lo siniestro del pelotero eran las malas terminaciones de los juegos, los colores chillones, los Mickeys deformes y mal dibujados en la pared, las cajas para guardar los juguetes pintadas con desidia, y sobre todo esa música permanente, asesina, desquiciada. Todo hecho en un plástico inflamable de primera y administrado por profesoras de educación física y maestras jardineras en edad de ser preñadas. “Es como trabajar en el infierno —decía Rosta—, un lugar donde lo único que podés hacer es pensar.”

Finalmente descubrimos el problema. No habíamos dado con los canales de información adecuados. Pero cuando encontramos Noticias Bizarras, un banco de datos catalán con todas las noticias raras del mundo, la situación cambió. Noticias bizarras se actualizaba cada doce horas. Ya se sabe: un hombre araña francés trepa el edificio más alto del mundo, le extirpan un tumor de dieciséis kilos a una mujer hondureña, un egipcio invierte su vida en construir una casa y un auto con alfileres. Con un par de preguntas correctas al buscador interno del sitio enseguida tuvimos material de sobra. El patrón se empezó a dibujar con más nitidez.

Rosta llegó a su hipótesis central un par de días después de empezar a trabajar en un video club de Primera Junta. Hacía el segundo turno. De dos de la tarde a once de la noche. Los socios alquilaban películas inmirables con Tom Hanks y Meg Ryan, esa mierda. Todos los jueves caía un viejo en silla de ruedas que se llevaba porno. Nosotros lo escuchábamos del otro lado del mostrador.

— Ustedes no entienden —decía—, antes con las guerras alcanzaba. Lo dijo Malthus. Dos o tres batallas en forma y volvía a haber asado y viandas para todos. Ahora están esas guerras televisadas que no sirven.

En la época de apareamiento la mantis hembra emite feromonas para atraer al macho. Se encuentran solamente una vez. No es tan diferente a lo que pasa entre nosotros. Toco y me voy. El paraíso del anonimato después del coito. La cópula le dura dos horas a las mantis. Justo un turno. Por supuesto, en esta época las hembras se vuelven muy agresivas. El detalle es que después del apareamiento se comen al macho empezando por la cabeza. Dos horas de mete-saca y al final, cuando bajaste la guardia del todo, ella te clava los dientes en la cara. ¿Qué tal? Si no había nadie en el video club, Rosta sacaba sus mancuernas y hacíamos un poco de ejercicio. Siete kilos por brazo, repeticiones de veinticinco, treinta, treinta y cinco. También hacíamos series de cuarenta abdominales. Tres series seguidas en esa alfombra mugrienta y estabas listo para recomendar cine de terror japonés.

La viuda negra mide hasta tres centímetros y medio con las patas extendidas y tiene una mancha de color rojo con forma de reloj de arena en el abdomen. El macho mide doce milímetros y pesa treinta veces menos. Las viudas negras son exclusivamente carnívoras y antagónicas entre ellas. La única vida social que tienen es cuando se reproducen.

— Tímidas, sedentarias, solitarias, caníbales y nocturnas. ¿Te hace acordar a alguien que conocés? —decía Rosta.

Las arañas viuda negra generalmente se comen al macho después del apareamiento, aunque a veces el macho escapa y logra aparearse de nuevo. Pero la mayoría de las veces sirve de alimento para asegurar una buena puesta.

Quince días de búsqueda que abarcaban apenas los últimos dos años y logramos reunir lo siguiente. En Londres, un borracho bajó por la escalera del personal de limpieza al ambiente selvático donde dormían dos tigres de bengala. En Moscú, dos hombres saltaron al foso de los cocodrilos sin daños relevantes porque los animales estaban siendo desparasitados. En San Francisco, un joven de veinticuatro años, estudiante de química en un politécnico local, abrió la jaula de las hienas con una ganzúa y las tres parejas de animales prácticamente lo destrozaron. En la Provincia de Buenos Aires, un león hembra le cercenó el brazo derecho a un estudiante de secundaria mientras intentaba colarse entre los barrotes hacia el interior de la jaula. En Barcelona, un jubilado entró caminando al recinto vidriado donde se exhibía, antes de su muerte, al gorila albino Copito de nieve. El hombre declaró que la puerta estaba abierta y que entró por curiosidad, pero la policía tuvo que sacarlo a la fuerza. En Afganistán, un empleado de comercio de cuarenta años con antecedentes en consumo de opio y heroína trepó, frente a una multitud expectante, la reja que separa al público de las panteras en el zoológico local. Fue arañado y mordido hasta la muerte. Las autoridades del parque tuvieron que esperar a que amaneciera para recuperar el cuerpo. En Medellín, un hombre de edad indeterminada se deslizó a la pista de un circo y gritó “¡Maten al payaso!” mientras se lanzaba abajo de las patas de los elefantes que en ese momento giraban alrededor de un domador y su látigo. Murió aplastado. Increíblemente se confundió esta incursión con un atentado religioso. Un abogado canadiense con residencia en Panamá intentó entrar en un recinto cerrado donde un particular criaba tres tiburones. El hombre murió ahogado y las autoridades requisaron los escualos que mordieron el cuerpo ya sin vida del extranjero a lo largo de casi seis horas. Finalmente, tres soldados norteamericanos fueron picados por cobras u otras serpientes amaestradas en una feria de Bagdad. Uno murió y los otros dos fueron desmovilizados.

La hipótesis central de Rosta, de la cual se desprenden todos sus razonamientos, supone que a raíz de la persecución femenina algunos hombres, no necesariamente los más inteligentes pero sí los más sensibles al problema, están empezando a saltar en jaulas de animales salvajes. Yo había conocido a una chica judía que vivía cerca del Parque Centenario pero no se lo dije. Ella me había dicho que me veía “hambriento y desesperado”. El padre coleccionaba fotos de boxeadores judíos de la década del treinta. La mayoría eran norteamericanos de New Jersey, Filadelfia y Brooklyn. La pose de siempre, los puños arriba, la estrella de David en el pantalón, la izquierda adelante y la derecha cubriendo la cara.

— Es evidente que algunos prefieren morir con la adrenalina alta, antes que ser tragados por una perra que te absorbe como si chupara con una pajita el fondo de una Sprite bajas calorías.

Me lo imaginé a Rosta sacando la entrada en el zoológico de Palermo, hojeando folletos y caminando alrededor del lago con los flamencos rosados de fondo. Al final del camino, un destino de low budget superheroe con una capa deshilachada y un casco amarillo. Los que van a morir te saludan.

— Durante años, décadas y siglos, las mujeres cultivaron esa imagen de fragilidad, de víctimas, de sometidas, una verdadera construcción colectiva que demandó el esfuerzo sostenido de generaciones enteras, pero lograron establecer la idea y cuando vieron que el asunto estaba maduro, actuaron y crearon el feminismo, entre otras armas de dominación social e institucional.

Una noche en el videoclub, descubrimos un subgrupo. Revisábamos material nuevo. Habíamos hecho café instantáneo. Era miércoles. El subgrupo era “Secuestradores de animales salvajes”. Por ejemplo, un plomero polaco residente en París se había robado un pequeño cocodrilo brasileño del Jardin des Plantes y lo tuvo durante siete semanas oculto en la bañera de su departamento de dos ambientes en la Rue de Rivoli. Le daba de comer ratones que compraba en una veterinaria del barrio. Rosta dijo que era una deformación del impulso original.

— Son desviacionistas, especuladores. Siempre aparecen.

Después, me miró serio a los ojos. Y yo asentí.





Incluido en Música para Rinocerontes, Ediciones El Cuervo, La Paz, 2010.