sábado, 29 de marzo de 2008

Mi amigo Volodia> Me pidieron que me presentara y hablara “algo sobre viajes”, así que voy a decir que mi primer libro se llamaba Notas de un viaje a Italia y era un libro muy tímido y un poco ingenuo, pero con algunos momentos narrativos interesantes, muy pocos en realidad. Me hubiera gustado que tuviera el grosor de mis anécdotas personales sobre el viaje pero yo era demasiado joven y escribir es, todo deberíamos recordarlo siempre, demasiado difícil.

Para hoy había pensando traer un texto titulado “Viaje en tractor al centro del antiperonismo argentino” o también “Las cacerolas golpeadas por la imbecilidad porteña cocinan pucheros amargos” o mejor aún “Periodista, periodista, ¿qué carajo estás haciendo, periodista, con tu vida?” pero al final me decidí y traje una historia muy breve sobre un viaje muy largo.

1. Paré en un hotel bastante bueno de la ruta tres y estaba cansado porque había manejado todo el día. El mini bar era carísimo, pero no se veían kioscos en la zona y no tenía ganas de ir hasta la estación de servicio. La televisión recibía con un poco de interferencia. Salí al hall a ver si conseguía hielo y cuando volví y logré sintonizarla mejor, en la pantalla apareció alguien que me resultaba conocido. Era un compañero del colegio. Hacía por lo menos quince años que no lo veía. No sé cómo lo reconocí. Tenía puesto un traje arrugado. Lo entrevistaban en la calle, a las apuradas, por un asunto de corrupción, algo relacionado con el robo de fondos públicos. Probé de apagar, pero no pude. Me dormí con la luz gris de fondo y sin volumen. Al otro día hice seiscientos kilómetros de un saque.

2. Cuando llegué a Buenos Aires, escuché los mensajes. Había uno de un amigo muy antiguo. No el de la televisión del hotel, otro. Me decía que quería verme, que había comprado el diario y que había visto mi foto, me preguntaba si me había vuelto famoso. Su voz me devolvía a un momento de mucha confusión en mi vida. No es que ahora la tenga tan clara pero entre los trece y los diecisiete años me sentía un poco perdido, atontado por la rutina de la instrucción formal, sobreexcitado por mi propia ignorancia y tratando de hacer avanzar mi educación sentimental. Antes de colgar, mi amigo decía que se había ido a vivir a Pergamino y que me invitaba a comer un asado. Me imaginé viajando y recordando juntos, debajo de una parra, los incidentes y las penas del colegio secundario. No lo llamé. Él, gracias a Dios, tampoco volvió a llamar.

3. Hace unos años, nos encontramos a comer un asado con mis antiguos compañeros del colegio. Fue en una casa del Bajo Flores. Cuando el asado terminó eran las tres y media de la mañana y a mí me tocó llevar a un pibe que se llamaba Dardo. Sí, Dardo. Un nombre raro. Como si alguien se llamara “flecha” o “lanza”. Dardo me contó que había estado de novio con una chica que había ganado un concurso de Colas Reef. ¿Conocen esos concursos? Me narró con detalles que iba a su casa cuando estaba sola, porque todavía vivía con sus padres, y veían juntos un video que decía “Concurso Super Cola Reef 2004 Mar del Plata, Argentina – Este verano te va a romper la cabeza”. Me acuerdo que yo le pregunté si todo eso entraba en el lomo de un VHS. Y él me dijo “Sí, entra, entra, si lo escribís con prolijidad, entra”. Y me repitió: “Concurso Super Cola Reef 2004 Mar del Plata, Argentina – Este verano te va a romper la cabeza”. Me contó que eran dos horas seguidas de primeros planos de culos. Sobre el final, ella, la novia de Dardo, se agachaba y festejaba su triunfo sacando cola mientras una multitud disparaba los flashes de sus cámaras digitales. Ahí era cuando ella cortaba el sonido de la televisión y le explicaba a Dardo que esa sensación era única, como tener a todos esos miles de hombres alzados intentando entrar en su cuerpo, todos juntos, todos al mismo tiempo. Ella decía que no había palabras para explicar lo que sentía de espaldas a esa masa de cabezas uniforme, esa jauría salvaje, empujando por acceder, contenidos por los para-avalanchas, el escenario y los guardias de seguridad. Según le había confesado nunca se había sentido tan poderosa y tan penetrada al mismo tiempo. “Pero después –agregó Dardo–, el sexo no era gran cosa. A lo sumo un cosquilleo más o menos original, producto de mi expectativa.” Cuando se dejaron de ver, ella hizo un par de publicidades donde no se le veía la cara y ahora trabaja en un banco. A Dardo le habían dicho que andaba con el gerente que era casado y tenía tres hijos, uno con síndrome de down. Me contó que ese chimento se lo pasó un amigo que tiene cuenta en esa sucursal y cada tanto pasa a depositar un cheque, la ve sentada atrás de la ventanilla y, entonces, cuando sale del banco, lo llama a Dardo para decirle: “Sí, la verdad no es gran cosa.”

4. Ayer subimos con Volodia, mi amigo ruso, al edificio donde alquila un departamento para él y su madre diabética. La mujer pesa como ciento treinta kilos y no se levanta de la cama. Volodia estudió química en Kiev. Cuando llegó a Buenos Aires en 1994 trabajó limpiando ventanas hasta que consiguió empleo en una distribuidora de insumos farmacéuticos. “Es un buen trabajo pero igual no es un regalo” me dice, hablando con un acento muy marcado. Se va a las ocho y media de la mañana y vuelve a las seis, le cocina a la madre y después sube al techo de su edificio en Santiago del Estero y Avenida de Mayo a tirar con su rifle de aire comprimido calibre 4.5. Le tira a los carteles, a las luces. A veces le tira a la gente. Yo lo vi. Los balines zumban. “No tiro a pegar” me explica y acierta en el maletín de un pelado que se asusta. Espera a que corte el tráfico y elige dos blancos. Cuando da verde, dispara dos veces. La mayoría de las veces acierta. Ayer subimos y había un montón de gente golpeando ollas en la esquina. El ángulo era bastante pronunciado.
— ¿Les tiramos? —dije yo, medio en chiste.
Cristina todavía no había dado su discurso en Parque Norte.
— Este es tu país, tirales vos —me respondió Volodia y me pasó el rifle.
La parte de mandera estaba gastada por el uso.
— No apuntes a la cara, que es peligroso. Igual, de acá, si no tenés práctica, no les pegas —agregó después.
Me acomodé y apunte. No estábamos tan alto. Calculé unos veinte metros hasta la esquina, desde un tercer piso. El alcance que tenía el aire comprimido era de entre veinticio y treinta metros. Puse en la mira a una vieja con una cuchara de madera y le llegué a ver el blanco del ojo. No me animé. Volodia me sacó el arma de las manos y si decir nada hizo blanco y empezó a tirar. Recargaba y tiraba. Recargaba y tiraba. Cuando los de las cacerolas se dieron cuenta qué pasaba, nos empezaron a insultar, dijeron que iban a llamar a la policía, nos gritaron “asesinos”, “acá hay pibes, hijo de puta”, “bajá, si sos macho”. Volodia se reía como un chico. Pero no paraba de tirar. Los manifestantes decidieron abandonar su posición y se fueron sobándose los impactos de los balines.
En 1970, James Ballard publica el libro de relatos La exhibición de atrocidades. Uno de sus cuentos se titula
El asesinato de John Fitzgerald Kennedy Considerado como una carrera de Automóviles cuesta abajo. Está basado, recuerdo que el mismo Ballard proporciona esta información, en un relato de Guillaume Apollinaire que se titula, si no me equivoco, La crucifixión de Cristo como una carrera de Bicicletas cuesta arriba. Mientras Volodia se divertía y desde la calle nos amenazaban de muerte, pensé que podía escribir un relato titulado El cacerolazo en apoyo al paro de los productores agropecuarios como el último episodio de la caída del muro de Berlín. O, mejor, El cacerolazo en apoyo al paro de los productores agropecuarios como una visita vespertina al tiro federal. Porque al final, él solo, Volodia, mi amigo ruso, con su puntería soviética y su riflecito de juguete, había barrido la resistencia cívica del barrio de Congreso.