domingo, 16 de marzo de 2008

Un cuento chino> Para la época en que salió mi segunda novela, yo trabajaba en una empresa de software. La empresa estaba formada por gente joven con ideas. Mi trabajo era llevarle la agenda al dueño, un tipo de unos cuarenta años que había ido al Nacional Buenos Aires. El trabajo era rutinario y los programadores, insoportables, pero pagaban razonablemente bien por pocas horas de trabajo.

Un día mi jefe se fue en misión comercial a China. En Pekín conoció empresarios chinos. Trajo muchas anécdotas.
— Argentina —le dijo uno de los empresarios en inglés durante una de tantas reuniones—, Argentina tiene todo lo que China necesita: aire limpio, agua potable y grandes extensiones deshabitadas.
Parece que ninguno de los argentinos que fue hizo negocios importantes.
— Nos van a terminar vendiendo locomotoras y nosotros vamos a seguir con la soja. ¿Qué te pensás? Los países también se acaban —dijo mi jefe.

Después de ese diálogo, me dediqué a fantasear una novela en la que China invadía la Argentina. No era para nada una mala idea. Soldados chinos, portaviones chinos, policía militar china, prostitutas de lujo chinas, espías chinos de rasgos occidentales hechos con cirugía estética, mafia china, comida china, desfiles chinos por la 9 de Julio, programas chinos, supermercados chinos, y también ideogramas chinos pintados sobre el amarillo y negro de los taxis chinos de ocupación.
La trama central de la novela la contaba el accionar de unos argentinos que formaban la resistencia y, desde la selva misionera, mandaban mensajes revolucionarios contra los chinos. Uno decía: “Abajo Mao y la china amarilla, viva la Argentina celeste y blanca”. Otro decía en chino mandarín pero con notable acento argentino: “Chinos go home, no los queremos aquí” y finalmente un último mensaje nostálgico pero no por eso menos violento afirmaba: “Si Evita viviera sería mata-chinos”. Por supuesto, los chinos, traición mediante, terminaban fusilando a los jefes de la revolución. En la última escena de la novela, sin embargo, con una puesta de sol como escenario final, aparecía una chinita tomando mate. La idea era producir un final abierto. Por supuesto, nunca empecé ni siquiera el primer capítulo de la novela de la invasión china.

Pero, un par de días después leí en un libro que el martes 11 de mayo de 1976, el diario La Nación informaba en la página tres que, según cables llegados desde Montevideo, habían aparecido cadáveres orientales en las costas uruguayas. Con este nuevo hallazgo sumaban seis. En los cinco casos anteriores, se había afirmado que “podría tratarse de ciudadanos de un país asiático, por los rasgos fisonómicos y la pigmentación”. Los cuerpos desnudos estaban “atados de pies y manos y con señales de torturas y mutilaciones”. Después se dedujo que llevaban por lo menos veinte días en el agua. Un forense decía que eso explicaba los rasgos asiáticos. O sea, cuando te torturan, te matan y te tiran al agua, te volvés chino. El titular de la nota era “Asiáticos en las riberas del Plata”.
Enseguida pensé en escribir un cuento sobre los chinos guerrilleros del Plata que luchaban contra la dictadura, pero justo cuando estaba por hacerlo, justo cuando estaba por escribir el cuento, renuncié y me tomé dos meses para leer la Divina Comedia. Después conseguí entrar como periodista en un diario. Ahí me dejaban escribir sobre cualquier cosa en el suplemento cultural y eso, por supuesto, me hacía muy feliz.