Seguro que vos también fuiste al colegio con Natalie Imbruglia. Me acuerdo que al principio no le podía ni hablar. Cada vez que se me acercaba la lengua se me transformaba en una esponja. Ella ya usaba esa camperita y una vez se dio vuelta en una prueba –una prueba con ejercicios de matemática tan simples que parecía un chiste–, se dio vuelta y me guiñó un ojo. A fin de año cantó en un acto, ella sola, con una guitarra, cantó una canción que habla de amor y del dolor que sentís cuando alguien te deja. Cuando terminó salimos a la puerta y nos agarramos a piñas. Después, llegó el verano y fueron las vacaciones más largas de mi vida. En marzo volvimos y le mostré un cuento que había escrito sobre una gaviota que volaba sola por arriba de las nubes y se moría congelada pero feliz. A mitad de año Natalie se fue a vivir a Australia con toda su familia. Me dijeron que en Sidney, durante la secundaria, había empezado a cantar en bares y siempre salía con pibes más grandes. Viéndolo desde hoy, creo que me salvé. A los dieciséis, me hubiera tirado de un edificio de seis pisos con una bolsa de nylon en la cabeza con tal de que me tuviera en cuenta.