Hace unos días escribí una columna sobre El mármol, la última novela de Cesar Aira encontrándole coincidencias y diferencias con los famosos y tan publicitados diarios de Ricardo Piglia que Ñ está o estaba dando a conocer con cuentagotas. Mi lectura, que intentaba aportar algo más que las tristes y celebratorias reseñas de siempre, no terminaba de cuajar en una idea que me siguió dando vueltas en la cabeza.
El mármol no es una novela excepcional dentro de la obra de Aira. En el inicio, el narrador va a hacer sus compras a un supermercado chino y el cajero, que no tiene cambio, le pide que sustituya su vuelto por objetos de poco valor. De esas “pequeñas mercaderías inútiles”, destacan unas pilas, una hebilla dorada, una pequeña lupa y “una cámara fotográfica del tamaño de un dado”. Cada una de esos objetos, mágicos y despreciables al mismo tiempo, tendrá un lugar clave en la trama posterior. Las pilas sirven para agilizar un control remoto extenuado que es necesario revivir, la hebilla para sujetar unos formularios que los protagonistas precisan para ganar el premio final, un supermercado gigante montado sobre el vacío, etcétera. Pese a las hipérboles y microscopías a las que nos tiene acostumbrados Aira, la trama de El mármol es simple y solamente hacia el final satura en un estallido de sensaciones alucinadas descriptas por el narrador. En más de una parte se ve cómo funciona el mecanismo compositivo descripto por Raymond Roussel en Cómo escribí algunos de mis libros. (Se hace especialmente notable en el equívoco entre la “caja registradora” y las cámaras que filman, que “registran”.)
Ahora bien, que Cesar Aira es genial ya no cabe duda. Tampoco que su repostería literaria puede empalagar. Si su juego es el juego del merengue, Aira debería admitir la justicia de algún que otro tortazo. En este caso, la repetición y cierta re utilización recurrente de trucos y técnica probados –que como autor llevó a su expresión máxima– ya cansan. El Mármol se ofrece, entonces, como una mesa dulce muy cargada a la que uno llega después de haber estado comiendo churros rellenos y bolas de fraile durante una semana.
Por su parte, Ricardo Piglia construye sus diarios con una prosa seca, realista, vital pero ligeramente desilusionada, que bien podría ser entendida como algo amargo. El mundo está ahí, lleno de pequeñas epifanías y momentos de sensualidad, pero es inasible, por eso hay que resignarse a ser un observador, un pequeño protagonista, un habitante extrañado de sí mismo. Lo importante parece ser paladear mucho, acurrucarse, extremar la sensibilidad porque todo tiene algún sabor para dar.
En general y por default, se prefiere lo dulce a lo amargo. Lo amargo estaría cargado con una impronta negativa, asociada a la hosquedad, a lo desagradable, al poco roce social, a la bilis. Mientras lo dulce sería lo suave, lo agradable, lo que halaga, lo que no trae conflictos y es deseado. El uso de ambos conceptos como adjetivos es elocuente. Sin embargo, la dicotomía acepta matices y puede generar equívocos. Lo dulce puede resultar aberrante, empalagoso, tentador de una gula insatisfactoria, tentador del gesto barroco innecesario. A la larga puede dar asco. Por su parte, lo amargo, en dosis aceptadas se vuelve apreciado, genera equilibrio, es confiable. ¿No es mejor un sabor amargo y conocido que uno dulce y rancio? Una vez, David Viñas propuso leer la historia argentina entre los que toman mate dulce y los que toman mate amargo. No es mala idea, siempre y cuando se atiendan los matices. Ahora, después de que mi breve análisis se publicó, comprendo que debería haber leído la novela de Aira y los diarios de Piglia desde el gusto que dejan en la boca. Si Quevedo, retirado en paisajes desértico, escuchaba a los muertos con los ojos, bien se podría montar un aparato lector con la lengua, que, después de todo, es un órgano innoble, baboso, oscuro, húmedo, pero fundamental, quizás, casi seguro, el más fundamental de todos.