Sorpresa: La revista Ñ empezó a publicar los famosos diarios de Ricardo Piglia. En la tercera entrega del sábado 12 de marzo encontramos, bien dispuestas, con prosa seria y atractiva, melancólicas observaciones que enhebran citas de películas, de libros y breves narraciones. Un lunes, cuando vuelve de recorrer la ciudad nocturna, Piglia escribe: “Había dejado de tomar alcohol y tenía pequeñas perturbaciones que me producían efectos extraños”. Al día siguiente anota: “El cansancio acumulado y un breve disturbio neurológico me producía pequeñas alucinaciones”. Más tarde habla con un croto que guarda sus cosas en un carrito de supermercado y cuando revisa su correspondencia encuentra “nada importante, facturas sin pagar, folletos de publicidad”. Otro lunes, lo sobresalta una llamada sospechosa –¿un dealear, un estudiante?– y escribe: “Pensé que todo era tan insólito que seguro era cierto”. El mismo día observa a una mujer en jogging haciendo Tai-Chi. ¿A qué suena esto? Lo pequeño, lo alucinado, el Tai-chi, el croto… ¿Es posible que recuerde un poco a El mármol, la última novela de César Aira, publicada este año por La Bestia Equilátera?
En El mármol, la escena que dispara la narración ya resulta clásica de Aira. El narrador va a hacer sus compras a un supermercado chino y el cajero, que no tiene cambio, le pide que sustituya su vuelto por objetos de poco valor. De esas “pequeñas mercaderías inútiles”, destacan unas pilas, una hebilla dorada, una pequeña lupa y “una cámara fotográfica del tamaño de un dado”. (La escena funciona como la dilatada relación entre el escritor y el editor de La vida nueva, una de las mejores novelas recientes de Aira.) Cada una de esos objetos, mágicos y despreciables al mismo tiempo, tendrá un lugar clave en la trama posterior. Y, por supuesto, como estamos leyendo a Aira, promediando la novela unos chinos adoradores de un sapo de piedra se declararán parte de un grupo extraterrestre que padece un insomnio de 250 millones de años.
Más allá de que uno cultiva el “delirio” y el otro, la introspección realista, Aira y Piglia comparten, en estos textos, pequeñas teorías de lo cotidiano, teorías llenas de observaciones, falsa humildad, pliegues y astucia. Estaría funcionando lo que Aira define como una “microscopía del provecho”. Asociado a lo pequeño, también aparece la falta. Citando a Tolstoi, Piglia dice: “Escribir no es difícil, lo difícil es no escribir”. El supermercado chino de Aira, por su parte, está montado sobre una gran cantera de mármol: “¡El supermercado estaba sobre el vacío!”. Los signos de exclamación le pertenecen. Dos escritores de los grandes, entonces, hacen pequeños movimientos en lugares con mucho eco. Piglia desde las páginas de la revista cultural más importante de Argentina, Aira desde una editorial chica, sí, pero que le diseña tres tapas diferentes a su novela. El retrato de lo banal también funciona en los dos, casi como una reivindicación de la futilidad de la literatura.
Así y todo, los dos narradores son muy diferentes. El narrador de Aira es un Seinfield neurótico y “calculador”. Su cuerpo biológico lo asombra. Ve enigmas e intrigas porque está aburrido y entiende “apenas lo necesario para actuar”. Por el contrario, el narrador de Piglia, que se sobreimprime de forma más contundente con su autor, es parco, y algo desgastado, ve conexiones y las señala a medias para que el lector complete lo que falta. La prosa de Piglia es seca, consistente, atractiva. A diferencia de Aira, su impresionismo es creíble.
Por otra parte, insistiendo con una novela que viene escribiendo desde hace veinte años, Aira se repite y cada vez se pone más careta. La evidente influencia técnica de Raymond Roussel ya cansa y así, en El mármol, en vez de asombro encontramos tedio. Un tedio interesante, bien construido, pero tedio al fin. Si fueran viejos amigos del secundario, Aira contaría muchas mentiras y, aunque divertido, se pondría enseguida un poco pesado. Piglia, por su parte, sería el solitario de gustos anacrónicos, con el que cada tanto está bien tomarse una cerveza. Si fueran magos, Aira sacaría espectaculares animales de su galera sin capturar nuestra atención, mientras Piglia daría un sobrio show de sobrio prestidigitador a lo René Lavand. Si fueran boxeadores, Aira saltaría en el ring mostrando mucha velocidad, pero sus golpes se podrían anticipar. En cambio subestimar los trucos old school de Piglia resultaría un error. Ahora bien, de ser mujeres, los dos serían damas mayores, pero mientras Aira intentaría parecer joven con los mismos afeites de siempre, Piglia nos miraría como una consciente matrona que sabe que el tiempo lo arrasa todo y que la experiencia puede determinar una conquista. La diferencia es simplemente abismal.
(Publicado en El Guardián, marzo del 2011)