(Publicado en Hipercritico.com)
A mediados de los años 90, cuando lo empecé a leer, Rodolfo Walsh era presentado como abanderado de los Derechos Humanos, no necesariamente por las cátedras universitarias, pero sí por los militantes de izquierda y una buena parte del periodismo. Operación masacre entonces llegaba con una impronta reivindicatoria, fuerte, casi justiciera. Era el documento de las letras triunfando sobre el crimen, el Logos que se imponía a la brutalidad de la fuerza. Luego, uno empezaba a leer y a rastrear algunas puntas y las cosas se enturbiaban. Walsh, desparecido por la última dictadura, intelectual y mártir, escribía, en realidad, sobre los levantamientos de Valle, sobre la resistencia peronista, sobre un fusilamiento lleno de equívocos. Y cuando uno seguía el libro a lo largo de sus reediciones, el mismo Walsh iba intentando ofrecer otras lecturas sobre lo que había escrito. Operación Masacre entonces surgía rodeado de una niebla que había que disipar. Sí, el principio de la no-ficción en la Argentina, está bien, pero ¿cómo? ¿Dónde? ¿Desde qué posición política? Truman Capote escribió, un par de años después, un drama policial íntimo, que solamente tocaba los abusos del Estado desde una controvertida pena de muerte. Por eso, A sangre fría y Operación masacre siempre me resultaron libros diferentes, casi opuestos. A sangre fría se dejaba leer sin problemas, era y es un libro liso, que solo acepta el adjetivo “genial”. Mientras que había, y siguen habiendo, muchos hilos sueltos alrededor del tejido de Operación Masacre, un libro complejo, como una cebolla, lleno de capas, leído siempre de forma fragmentaria.
Ahora el blog de la librería y editorial Eterna Cadencia acaba de poner en línea el prólogo que Osvaldo Bayer escribió para Operación Masacre. En el post que lo reproduce no se consigna ni sello, ni fecha, ni lugar de publicación. Yo lo tengo en la edición que sacó Planeta en 1994. En la tapa, el nombre del autor aparece más grande que el título, y se avisan dos cosas. Primero, que se trata de una “edición definitiva”; segundo, que viene con un prólogo de Osvaldo Bayer. Este prólogo siempre me pareció tendencioso, cursi, mal escrito, pero sobre todo conceptualmente pobre. ¿Por qué? Porque esconde cosas, solapa, tironea. Si no son anodinos, todos los prólogos imprimen una lectura y realizan esas operaciones. En este caso, se notan de forma grosera. ¿Es posible que impulsado por el aliento frío de un autor asesinado, Operación masacre se fue transformando en un botín de guerra? El mismo Walsh es tratado, muchas veces, como un rehén, como un cautivo. Así Operación masacre recuerda mucho, no sólo en el título, a Operación Masotta de Carlos Correas. Dentro de estos mecanismos de apropiación, Bayer aprieta el pedal de la deformación al máximo. Como digo, hay frase cursis, por ejemplo, “sus mejores cualidades literarias fueron alma y humanidad”; y también frases ridículas, “La sangre que circulaba por sus venas no lo dejaba tranquilo con los productos que le depositaba en el cerebro”. Pero lo más importante es la figura de Walsh, sin marcas y sin fisuras, que compone Bayer. Cito un párrafo:
“A Walsh lo han nombrado “el anti-Borges”. Qué rara coincidencia. Al joven Büchner (apenas con su magistral fragmento Lenz, con su Woyzeck, su Leonce y Lena, su Muerte de Dantón) lo califican el “anti-Jünger” (y a éste, el “Borges alemán”). Büchner era –como Walsh– un agitador. Walsh era, como Büchner, un contrabandista de la literatura. Büchner un comunista precoz; Walsh, un revolucionario latinoamericano consecuente y sin prisa. Ernst Jünger (el Borges alemán [o Borges, el Jünger argentino]) ha sido denominado no sin cierta ternura en un seminario cumbre de Berlín un “fascista noble de frialdad proporcionada”, donde el calificativo de fascista no fue pensado en peyorativo sino como categoría de pensamiento.”
En este párrafo está el núcleo duro de la rebuscada operación de lectura que Bayer realiza sobre Walsh. En un, por lo menos, sorprendente juego de coincidencias y antinomias, el prólogo transforma a los autores que cita en personajes duros, obturados, simples. La ensalada que genera esto, llena de supuestos y malentendidos, redunda en una subestimación fuerte del lector. Para empezar, la comparación de Jünger con Borges resulta inconducente. Jünger fue uno de los más conspicuos escritores-soldados del siglo XX. Un intelectual vital, de pliegues y ambigüedades, de armas y de cuerpo, una decadente aristócrata alemán, un místico de la vieja Europa, que nunca terminó de entender el ocaso de sus tradiciones. (Y eso que tuvo tiempo ya que murió a los ciento cinco años de edad.) Borges, por su parte, comprendió muy rápido el funcionamiento de los medios de comunicación, y fue un lector, un “vanguardista”, un hombre entre libros, un ironista. Por otra parte, cuando Bayer describe a Walsh como un luchador de la libertad, así en abstracto, “un revolucionario latinoamericano consecuente y sin prisa”, simplemente elabora una descripción falsa. La urgencia de Walsh se ve y se siente en cada línea que escribió, incluso en sus cuentos más reposados. Tampoco fue un idealista. Su libertad se parecía a la libertad de la que habla Sartre, la libertad que se consigue con los fierros, por la violencia, una libertad nacionalista y sesgada, muy años 60, o sea, llena de patíbulos y ajustes de cuentas. Recordemos de forma epigramática: El joven Walsh fue parte de Tacuara, luego pasó a ser un peronista resistente y finalmente terminó como oficial montonero. Sus mutaciones deben ser descriptas y en este sentido sería útil una historia de las diferentes ediciones de Operación Masacre, de las modificaciones que Walsh le produjo, de cómo fue cambiando la manera de leerlo. Pero volviendo, ¿por qué no dice eso Bayer? ¿Por qué insiste en describirlo como un marginal? ¿Por qué lo desideologiza y lo vacía? Porque lo necesita sin contradicciones, necesita un héroe unidimensional, un personaje sin manchas, libertario, sano, y así, contra el viejo refrán, termina tirando el agua sucia con el niño adentro. Es muy probable que Walsh haya leído a Jünger –¿cuándo se hizo la primera traducción al español de En los acantilados de mármol?–, y si lo leyó, es probable también que le haya interesado. Finalmente ambos escribieron sobre la guerra, sobre el efecto de la guerra en la sociedad civil, sobre las tensiones entre la vida privada y la política. Por otra parte, oponer la figura de Walsh a Borges implica una lectura grosera que da pie a una dicotomía falsa pero sobre todo improductiva. Los puntos que los conectan son muchos y muy variados y la mejor crítica que generaron los relaciona tanto como los diferencia. El prólogo de Bayer da para más, pero me detengo acá. Y digo: el prologo se titula “Rodolfo Walsh: tabú y mito”. Es un título acertado, pero, entiendo, no en el sentido en que Bayer lo usa. En la actualidad, lejos de las grandes épicas, la lucha contra el abuso y la pobreza es la lucha contra la derecha liberal, no totalitaria. Esta lucha se ve y se da, sobre todo, en los detalles, en los matices, en las entonaciones. Para combatir a la derecha hoy, entonces, hay saber leer.
En los años noventa era fácil desconfiar de esos defensores a ultranza de los Derechos Humanos. Se veía que hacían política chica de la mano de un universal y arrastraban al pasado y a la culpa todo potencial actor político nuevo. Hoy, cuando los jóvenes llenan la plaza, hoy que la sociedad recuperó un necesario y bienvenido entusiasmo político, el enemigo más acerado y contundente del kirchnerismo parece surgir del propio kirchnerismo. Con esta idea en la cabeza leo por segunda vez la columna de Beatriz Sarlo que La Nación publicó el jueves 7 de abril. Se titula “La superficialidad del mal”. Se trata de un texto exagerado que toma como objeto de estudio festivas intervenciones políticas recientes. En la plaza del 24, durante el “Día Nacional por la Memoria, la Verdad y la Justicia”, escupa a Mirtha Legrand, a Mariano Grondona, etcétera. En el Palais de Glace, hace poco, tírele un pelotazo al gorila. Por ahí. Pero… ¿El mal? ¿La superficialidad? ¿ Hannah Arendt? No, la filosofa hablaba de los nazis. Acá la otra historia es otra. Y sin embargo, como casi siempre en su columnas de La Nación, Sarlo dice cosas que vale la pena leer y pensar porque son inteligentes y están bien escritas.
Escupir o darle un pelotazo al “gorila” no me parece un signo de violencia, ni manifiesto ni soterrado. Se me antoja que responde más bien a la ya clásica estupidez de aquellos que no entienden la etapa kirchnerista del peronismo, como diría Artemio López, esos conversos –la palabra es esa– que se entusiasman con Kirchner, que niegan a Menem, que respetan distantes a Alfonsín padre, que denostan a Alfonsín hijo y que no terminan de ver, ni mucho menos asumir, todas las contradicciones que implica hacer política en la Argentina. “Peguele al Gorila” no es “una pobre miniatura”, como dice Sarlo, es una hilacha de otro tiempo, mal maquillada y sobre todo mal actualizada. De allí que Sarlo acierte cuando dice que la idea fue inspirada por la tradición. El gran pecado del kirchnerismo en todo caso es dejar que esto suceda. Como dijo @TomiOlava en su tuiter, si Kirchner hubiera visto a la gente esperando en la cola de su velorio, les habría dicho que se dejen de joder y los habría mandado a trabajar. La hipotética risa de Abelardo Ramos que imagina Sarlo va en ese sentido. Traer a Ramos a la discusión no es el único acierto de su columna. Enseguida escribe una frase precisa y bella en su precisión: “Eva, que por su origen popular tomaba las cosas serias en serio, probablemente no estaría entre las más entusiastas del invento”. Por contraste, la frase señala que solo a los conversos de clase media, profesionales acomodaticios y arribistas, les puede divertir o brindar sentido estas arengas exhibicionistas. El artículo de Sarlo estira con bastante tino algunas líneas más de lectura. Y me hace pensar que las “agresivas performances peronistas” –llamémoslas así– hacen más daño a los propios, a los que las activan y proponen, que a los objetivos que pretenden desacreditar. Por eso, la postura debería haber sido al revés, deberían haber ido en el sentido contrario, impulsando la consigna inversa: “Cuidemos al gorila”. Lo digo sin ironía. ¿O Perón no abrazaba a esos a los que quería patear, en un intento de convertirlos? Y cuidado que no digo “educar al soberano”. El soberano cambia, se lo derroca, se lo mata, muere de viejo. Pero el capital y el statu quo persisten. Hay que domarlos, no escupirlos, no confrontarlos, no provocarlos así, gratuitamente, haciéndole el juego al propio narcisismo y al negocio ajeno de unos pocos. “Cuidemos al gorila”, entonces, debería ser la consigna kirchnerista. Cuidemos al gorila marxista, al gorila de talento, al letrado, cuidemos al Jünger, al Borges. No le demos motivo para el desborde. Dialoguemos con él. En un capítulo que todavía no está cerrado, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner dio el primer paso al salir de garante personal para que Vargas Llosa abra la Feria del Libro. ¿No va siendo hora de que el peronismo entienda que a lo diferente no hay que anularlo porque en la diferencia está la identidad? Si la oposición no logra articular una propuesta, el kirchnerismo más temprano que tarde, se va a escindir. Ya está ocurriendo con los cruces que recibe Daniel Scioli en la provincia de Buenos Aires. Incluso en su utopía de trabajadores onerosos y respetados el peronismo necesita de la fuerza siempre oscura y cegadora del anti-peronismo. Aunque quizás pretender que vea y acepte esto sea lo mismo que pedirle que resigne su parte mala, la prepotente y errada, la sentimental, la tanguera nostálgica, la del “peronista de Perón” y la que dice que todo pasado fue mejor. ¿Es posible demandarle al kirchnerismo que sea un peronismo del siglo XXI? No ligero, no blando, no temeroso, sino eficiente, ajustado, preciso. En su momento el peronismo del ´45 implicó industrialización, puesta al día, el abandono de prácticas feudales, en definitiva, la llegada de la modernidad en su sentido más clásico. A la oposición, hoy relegada, esquiva, falta de cuadros y de recursos, inepta, tímida pero sobre todo timorata, hay muchos reclamos para hacerle. Mientras tanto al kirchnerismo, el entusiasmo no debería anularle su capacidad de lectura. Concluyo insistiendo con esto y retomando una idea de Sarlo: Si la ideología se ve en el adjetivo, la lucha contra la derecha, liberal o totalitaria, hoy se da en los detalles, en el significado de los bordes, en los matices, en las rebarbas que hacen que una puerta no termine de cerrar bien o que un proyecto político reciba ataques evitables, pierda el tiempo o naufrague mareado por las buenas intenciones de aquellos que no lo comprenden.