La camiseta del jefe de policía
(Tanke, ¿1933?)
Se trata del libro más cínico de Viñole. ¿Qué viene a ser cinismo? Viene a ser la pasión por desenmascarar y una especie de desublimación negativa (no el concepto del Sr. Marcuse). Habla la camiseta de un jefe de policía de la ciudad del sur brasileño llamada Pelotas (es el chiste-base de libro, también, ya se nota, el más plebeyo del autor). La camiseta habla sobre las camisetas, sobre la camiseta en sí, y sobre todo. Por camiseta se entiende por entonces algo del rango de la ropa interior, y en un sentido lato, parte de aquello que se oculta debajo de lo que se muestra, condenada a acaparar las miserias del cuerpo de su usuario (“’Mi Jefe’”). Por eso, según señala el prologuista y los listados de sus obras en otros libros se trata de un tratado de “psicología de la ropa interior”. Una psicología de método introspectivo entonces, articulada como prosopopeya monográfica aunque en autores como Viñole una monografía habla siempre de lo mismo o de todo. El texto sin embargo está dividido por párrafos titulados de esta manera: Paisaje A, Sombras del Paisaje A, Paisaje B, Sombras del Paisaje y así (el detalle es que después de la M se pasa de la letra al nombre de la letra, salvo la O cambiada por “OH!” y la Q por “KU”).
En la “Crítica de la Razón Cínica” Sloterdijk decía algo más o menos así del dadaísmo: los ataques dadaístas tenían un aspecto quínico y otro cínico, uno antifascista y otro prefascista, y no consiguieron la ironización total de sus propios motivos. Esa sospecha de quínico-prefascista podrá aplicarse con facilidad a este escrito viñoleano más que a cualquier otro. Casi todo aquello que Sloterdijk detalla en el cinismo y el dadaísmo (ilustración grosera, realismo pantomímico, reflexión esencialmente plebeya, dialéctica de la desinhibición, la lengua del payaso refutando a la del filósofo) no es difícil encontrarlo de una forma evidente en este texto de Omar Viñole. Quien cuenta es una camiseta con dotes humanos o bien un humano devenido camiseta. El humano-camiseta vive en la evidencia permanente de todo lo tapado, lo barrido debajo de la alfombra, y acá lo dice.
La “psicología de la ropa interior” es una suerte de protopsicoanálisis intempestivo –no por nada Viñole nombra a Freud, aunque lo llama Sergio-, es también una figura que ofrece en un tablado de circo una representación que nombra uno de los destinos del psicoanálisis, organizado por este héroe cimarrón en la gran escolástica de la sospecha del mundo. Su lexicografía médico-biológica se aparea con la coprolalia de protesta de tipo quevedo-dadaísta y engendra ese automatismo moralista por estilo que eleva una antropología descriptiva materialista-cínica que después termina sirviendo de base para su final antropología de los cielos, angélica, prescriptiva. Próstatas, almorranas, colíticos, granos del culo, úteros, mucosas, esfínteres, pedos… entre el psicoanálisis planetario-salvaje y la proctología filosófica opera este artista mayor de la sospecha y de las heces, Quevedo pampeano cruzado con Discepolo y Artaud. La digestión, el cagar, los olores siempre son temas que el “primer Viñole” no se permite olvidar en su lengua al borde de la coprolalia, delirio lúcido en velocidad, asociacionismo de ocurrencias sin revisar. La tesis desesperada del poeta autoflagelado autor de La Garchofa Esmeralda (Mansalva, 2010), que la literatura argentina se basa biunívocamente en la mierda y la guerra, en Omar Viñole se aplica con suma precisión. Varios de sus libros se abocan a la guerra sin el menor disimulo, basta con un vistazo a varios sus títulos (Apóstoles vividores y canallas de la vida pública argentina, El plagio en el parlamento argentino, Cien cabezas que se usan… etc. etc.). Otros encaran el otro costado de la letra nacional, el lado de la mierda, y el estilo-laxante fluye (lubricante, emoliente): El hombre que se depiló la ingle, A usted la sale sangre, Cabalgando en un silbido… etc. etc., y probablemente éste sea el que más se concentra al detalle. La diferencia en Viñole, con respecto a un escritor argentino tradicional, es que todo se hace más explícito: objeto de variadas anécdotas y unos cuantos happenings que remiten a trompadas en la calle o en el Luna Park y a su tambera purgada a la que llevaba a cagar al Congreso el Pen Club o las playas de La Feliz. Ya había puesto las cosas en su lugar antes de que se precipitaran en forma sostenida y común: ¿qué clase guerra puede competir a un escritor argentino sino esa manera de la simulación de la lucha por la vida llamada catch? (Claro que el catch de Viñole era previo a Karadagian; un detalle.) Podrá apuntarse que esta primera etapa de Viñole es descriptiva: dedicada a denunciar el mundo tal como se le aparece. En las décadas siguientes seguiría una más bien proyectiva o prospectiva: contar cuales fueron los fundamentos de sus actividades anteriores y plantear un plan de reforma general del mundo. Sloterdijk: “Para evitar que se desarrollen las corrientes micro y macro fascistas que existen en la sociedad, sería necesario que el intelectual se convirtiese a otra manera de hacer y de pensar; que acepte su responsabilidad social que consiste en impedir que los decepcionados adopten la política de lo peor”. El elemento moralizador, que termina siendo lo dominante en sus últimos libros, vendría a ser- en esos términos citados de Sloterdijk- como mínimo la facultad de “ironización”, como máximo la expurgación expiatoria, ubicada encima de la propia camisetidad, una crítica de la camiseta. No una crítica angelical, una crítica casi morbosa que apela a la angelidad.
El libro tiene un sugestivo prólogo, ambiguo, de Gregorio Marañón –el filósofo-endocrinólogo español inventor del “ensayo biológico”-, en el que le dicen “usted hace del idioma como si lo usara en su casa”… “Usted en vez de lavarse las manos en la literatura, se lava los “órganos” y deja el agua sucia, de castigo. Eso poco importa mientras se haya higienizado un cerebro sano como el que usted tiene al servicio de una insolencia, que ya la hubiera querido tener Víctor Hugo, para el día de la raza”.
El hombre de la vaca
(Teocracia, 1956)
Es un libro mucho más largo de lo habitual, de más de 200 páginas y en letra más chica que en lo común de sus libros. Se trata de una suerte de memoria y balance, de memorias doctrinarias donde “El Hombre de la Vaca” aparece bajo esa denominación en tercera persona y en pretérito indefinido y explica hechos y fundamentos de sus pasadas peripecias en su edad de oro de 1935 cuando alcanzó el ápice de su fama. Un texto bastante menos dadaísta y tumultuoso, agrio incluso o amargo. Su estilo atropellado, chocarrero, vorazmente inspirado está en disminución. Un automatismo menos insólito ya que se trata de dar testimonio y razones de las payasadas del pasado desde la presunta –o enunciada- claridad doctrinaria actual: un cristianismo de Cristo (por parafrasear a algunos peronistas jocosos), un anarco-cristianismo no inorgánico –dice-, una filosofía de la esencia augustiniana y un profetismo apocalíptico que evoca por sobre otros el nombre de Mahatma Gandhi. Por más que se declare contra los “inorgánicos” la compulsión de argumentar en Viñole está intacta y exacerbada y aunque vuelve a declarar como tantas veces jactarse de ser un hombre que se parece a sí mismo y que quiere ser como Omar Viñole (lo cual suena a irrefutable) sus preceptos no siempre parecen parecerse a sus preceptos y se volatilizan en el maremagno de su grafomanía. Esas características hacen mella y el libro no tiene la densidad desconcertante de “Mi disconformismo”… –ni seguramente la busca- aunque el mecanismo argumentatorio y la proliferación de conceptos más o menos inconexos y deslumbrantes, aunque resumida, persiste y tiene sus picos gloriosos. En el género viñoleano per se, los “panfletos”, se combinan el arte de la injuria y la mofa, el automatismo coprolálico como continuum y la denuncia moral y sarcástica del mundo. Los libros conceptuales incluyen otro rasgo que no aparece en aquellos, Molle lo llama “delirio arborescente”. Se le podría aplicar dos denominaciones que se dieron al estilo macedoniano: “rotuladora incesante” (Horacio González) y “fantasía lingüística desconceptualizadora” (Hugo Biagini). Por otra parte es el libro donde con más detalle y amplitud se documenta su “arte de acción”. Un performer de legitimación patrística. Fernando Molle lo pone así: “Finalmente, El hombre de la Vaca (1957), su libro más extenso y uno de últimos que publicó, retoma los happenings de los años treinta y los resignifica en clave cristiana”.
Dos décadas después de su etapa de mayor activismo, en El Hombre de la Vaca de 1956, con este estilo un poco aguado por la seriedad y que parece haber perdido el vitalismo dadaísta juvenil recubierto por una quejumbrosa nostalgia de sí, Viñole, que había publicado varios de sus libros en la editorial Claridad, se presenta no sólo como émulo de la doctrina de Jesucristo sino como denunciante del marxismo y como augustiniano. En pleno auge del existencialismo apela a San Agustín para enunciarse como “filósofo de la esencia”, y condena al tomismo, que también era una moda de la derecha nacional de entonces. Como un impávido precursor, adelantado dos décadas, del posestructuralismo parisino acusa al marxismo de “platonismo al revés”.
Hay un párrafo aislado que es llamativo, parece un ajuste de cuentas personal con el líder vitalista anticristiano F. Nietzsche, una figura de época que seguro estuvo en medida mayor o menor presente en él (Nietzsche por entonces no era una excusa para ocultar el nombre de Derrida Vattimo o Deleuze-Foucault sino la fuente más abigarrada del “vitalismo”). Es interesante esta explicación de por qué –podría entenderse así- no se reconvirtió en Nietzsche: “¿Qué importancia habría tenido un libro más, moralizador como el de Zaratustra, si la Biblia, texto de cabecera de las edades, es desdeñado o totalmente desconocido? La sublevación debe operarse en la conducta de los hombres, -in sangüe-, o en ninguna parte”. Por eso Viñole sale a la calle (lo llama socratismo) y vuelve a la Biblia al derecho (al revés es Also sprach Zaratustra). Así se lo puede leer, como una regresión (¿por motivos populares, democráticos?) a la Biblia. Como si hubiera hecho con Nietzsche lo que algunos hicieron con Marx en la Argentina declarándose jeguelianos.
En un artículo se lee esto (
http://www.cienciared.com.ar/ra/usr/10/89/hlr1.pdf): “El receptor es fundamental para una autobiografía, que cobra sentido real sólo si es leída. Y el escritor lo sabe, por eso al momento de redactarla él piensa en las condiciones de su lector ideal, y en función de ello la construye. El lector ideal de San Agustín es ni más ni menos que el mismo Dios; sin embargo, con el fin de mostrar la vida de un pecador para que se torne ejemplarizante, San Agustín le escribe al hombre común. Rousseau compone su biografía para el hombre de su tiempo, pero pone a Dios de testigo”. Del mejunje de San Francisco Diógenes Sócrates Viñole extrae su estrategia definida como escándalo y “charlas socráticas a la vaca”. De San Agustín toma el diálogo interior, de Diógenes la denuncia perpetua de la sociedad y la permanente puesta en escena de la animalidad (el saber de “biología” del veterinario), de Sócrates la remisión unívoca a los conciudadanos –intervenir, en un doble sentido de la palabra-, y de San Francisco la inaplicabilidad del socratismo: la condena a hablar con los animales, la vaca como única escucha posible. En Las Palabras, que era una especie de autobiografía, Sartre consignó esto: o se escribe para Dios o se escribe para los vecinos. A lo largo de toda su obra, libro a libro, Viñole se declara confinado a interlocutor exclusivo de su vaca. Viñole descuella en el “panfleto”, es un activista íntegramente abocado al presente y sin embargo se encuentra confinado a oscilar entre Dios y la Vaca, a poner la palabra de aquél en la oreja sorda de ésta ante todos los demás.
Canto al gran matarife
(Tanque, 1945)
Por su formato, tamaño, se trata de un folleto. Por su género también. Dividido en dos o tres partes: un poema, un artículo en prosa (“La Ignorancia de los Dictadores”), y un par de párrafos rubricados al final. Como curiosidad: el pie de imprenta dice esta vez Editorial Tanque con Q. Por lo que parece Tanque ya no era la editorial Tanke cordobesa de los libros más viñolescos de los años 30 sino una revista de un Viñole peronizado de los 40. En el poema un soldado germano estudiante de filosofía “amotinado en las puertas del Cielo” (muerto) llamado Franz Muller en primera persona se dirige al Führer en segunda: “No has escrito un solo libro para esparcimiento/de los que trabajan y sueñan!/ El que escribistes es el de un tonto del lodo/que se sindica sabio de saberlo todo!”
“Tú serás el mimado de todos los nombres/ desgarrantes y viles. Tratarte de loco,/es injusto para con los pobres locos./ ¡Los locos no masacran en serie! Y tú te ensañaste/con los mismos generales, a quien robaste/ su aptitud y su temple” (típico por otra parte de Viñole infringir el número: generales-quien)
No está en Viñole el tema de auge ulterior de “la banalidad del mal”, el poema y el folleto entero parecen atribuir el monopolio de la responsabilidad a Hitler, pese a que define al nazifascismo como “locura en masa”. Se trata en definitiva de un escarnio que condena el fenómeno del “totalitarismo” desde un punto de vista cristiano y desde su comprensión como desviación negación u olvido del cristianismo. Lo que señala Fernando Molle en un notable artículo sobre Viñole pone en evidencia que leyó cualquier otra cosa: dice de este texto que está “dedicado a Hitler, al que impugna en las últimas estrofas, luego de decenas de versos de enfermiza ambigüedad”.
Al contrario, y mal que pese en las almas temerosas del consenso actual, la postura de “Canto al gran matarife” es quino-cristiana (cristiano-cínica); Viñole oscila como en casi todos sus textos entre el saber de la “biología” y el de la Biblia, lo que sería entre una “filosofía de la naturaleza” –como conocimiento exterior a la autoridad y a la historia- y la apelación a lo que llama el ser angélico en el ser humano. Entre tantas cosas que involuntariamente comparte con Macedonio Fernández: un barroco delirio filosófico biologista –y biologicida- y una crítica angelista –aunque aquel la hace desde el Evangelio del No-Creer y la postura de “vivir sin dios y sin ser dios” y Viñole finalmente desde un fideísmo augustiniano-franciscano hecho a medida-.
Viñole no era nazi, ni siquiera, por lo que se lee en sus libros, nacionalista
como cree Tabarovsky. Incluso su cristianismo es lo más inmiscible a sus instituciones que pueda imaginarse: autogestionado, intransable, “egotista” al mango. Tenía bastante poco que ver con Anzoátegui más allá del flirt con Perón y el conyugio con Cristo. Pero da más miedo porque no se parecía al enemigo –que siempre se parece a uno-; a veces se parecía más a la locura, que es el verdadero horror de la lid y la dialéctica. Por eso se evaporó al conjuro de ser tenido por un “loco lindo”. Con desidia quisiera postular que fue un foco de irrupción argentina de algo que llamaría así: de lo plebeyo, algo que debe de haber servido para mantenerlo a raya de floridismos y ser mirado con suspicacia por los boedistas ortodoxos. Demasiado cocoliche para martinfierristas, demasiado vanguardista, extravagante, y autorreferencial, para los otros. Es difícil determinar a quién es más aparejable: a Arlt o a algún combinado de sus personajes. Pero Viñole tiene un costado más contemporáneo que el cronista ruso de El Mundo, que podría destilarse bien de las tapas de los libros de uno y otro: lo que tenía de expresionista Arlt Viñole lo tenía de pop. Lo plebeyo, curiosamente, en un marco de rareza cabal, de gesto exclusivo, de excentricismo de lo bajo. Como dicen algunos lo pop culmina en trash, y ahí está la flagrante urgencia de Viñole, relojito adelantado, un bizarro de la primera década infame.