jueves, 31 de octubre de 2019




Peter Handke ganó el Nobel,
y después alguien escribió,
sin dudar y con talento,
una acusación anónima,
estridente, oprobiosa,
en un cartel amarillo.
¿Cuántas madres suicidas
puede tener un escritor?
¿Cuántas tragedias yugoslavas,
cuántas guerra balcánicas,
cuánto siglo XX puede
aguantar un hombre?
De un lado el cartel,
del otro la cámara.
Peter Handke ganó el Nobel.

sábado, 17 de agosto de 2019

¿Qué quiere Macri?



Se habla mucho sin decir nada. Siempre pasa eso. Hoy más que nunca. Pero hay una pregunta que no escuché y que hoy se vuelve dramática: ¿qué quiere Macri? Descartada la dicotomía boludo-hijo de puta, comprobado que se pueden ser ambas cosas y que el despliegue iridiscente de la ideología abarca inflexiones de una y otra característica, la indiferencia hacia sus propios votantes, hacia el electorado en su totalidad, hacia los problemas cambiarios de nuestra economía, ponen a nuestro presidente en un lugar de difícil auscultamiento. ¿Qué quiere Macri?
.
Ganar las elecciones presidenciales fue en su momento un objetivo claro. Costó pero lo logró. Ahora bien, tautológicamente, el destino señala que perder es más complejo que ganar. Y mucho, mucho más, si se pierde siendo gobierno. Dicho esto, intuyo en Cambiemos una división. Alguna vez esa división fue entre halcones y palomas, entre saqueadores y esperanzados reformistas. Hoy esa misma separación tiene una continuidad entre los políticos, esos que se ven a sí mismos como oposición una vez que hayan pasado las elecciones, y los ventajistas, sujetos históricos para los cuales la praxis política fue una aventura financiera o vital, una serie de reuniones entre conocidos, donde el interés propio, que podía ser capitalista o edípico, primaba sobre cualquier otro interés.

Reasignando roles, esta separación, en su forma paradigmática, nos deja un Horacio Rodríguez Larreta al borde de sus posibilidades, visiblemente turbado por la performance de sus compañeros de fórmula, y del otro lado, una runfla de empresarios y cuentapropistas, que una vez terminada la comilona del poder, volverán sin culpas a sus quehaceres del sector privado. Frente a este escenario, ¿qué quiere Macri?

Vamos, por un momento, a otra pregunta: ¿es posible pensar a Cambiemos en la oposición? Desde ya. Varios de sus cuadros más antiguos vivieron del cirujeo partidario por mucho tiempo. Los recorridos de un Lombardi o de un Pinedo, o mismo de una Patricio Bullrich, nos cuentan la historia, larga y tortuosa, de aquellos que son lo que pueden ser en la medida de que la coyuntura se los permite. De ese lado, lo que se espera es que la transición se a los más ordenada posible, sin arrebatos lamentables, ni estados de sitio, ni muertos, ni hiperinflación, ni ninguna de esas cosas feas a la cual los malos gobiernos nos tienen acostumbrados en la Argentina. Para ellos existe la posibilidad de seguir pedaleando, en el gobierno de CABA, o donde el diablo los mande. Más difícil es pensar por fuera de la caja nacional a gente como Quintana o Caputo, empresarios acomodados que bajaron o subieron al poder, la metáfora seguro es vertical, y ahora volverán a ocuparse de sus propias finanzas porque discutir en asambleas, crear consensos, trajinar los espacios de la oposición, no es lo suyo.

Frente a esta disyuntiva, ¿qué quiere Macri? ¿Qué va a elegir? ¿Con qué paisaje mental construye su futuro? Su personalismo es evidente. Nadie lo imagina de diputado, salvado la ropa de una fantasmal minoría, o como senador vitalicio, al estilo del transgredido Carlos Menem. ¿Y entonces?

Patricio Erb me lo dijo hace poco: Macri tiene que hablar grabado; si no va grabado, si sale en vivo, Macri dice lo que piensa. Y lo que piensa es muy poco político. Máquina generadora de memes y chistes, el presidente se sigue manejando antes como oposición proselitista que como gobierno, y antes como el hijo del dueño de la empresa que como cualquier otra cosa. A la pregunta “¿qué quiere Macri?” hay que responderle con la política interna de su coalición. Dos meses y medio puede ser mucho tiempo, para bien o para mal. Si Macri elige el camino del abandono, de la plancha, de la irresponsabilidad, estará optando por dejar la política, una actividad en la que entró de grande, y en la que no se ve de viejo. Muchos de sus hombres de confianza intentarán seguir trapicheando con mayor o menor éxito, y se harán grandes en la adversidad, como el solitario Mago Sin Dientes, único macrista digno que bancó los trapos hasta el final, cuando ya la categórica derrota se había consumado. Mientras tanto los argentinos ya debemos lidiar con las restos de un fracaso económico inocultable. Por desgracia y ventura, no es la primera vez que nos pasa.



lunes, 5 de agosto de 2019

El sujeto político contemporáneo y su narcisismo




“¿A dónde vas y de dónde venís?” le pregunta Sócrates a Fedro en las primeras líneas del diálogo que lleva ese nombre por título. No son preguntas ingenuas y se las podrían replicar y parafrasear muchas veces. ¿A dónde vamos? ¿De dónde venimos? La relación entre el sujeto y la técnica fue muy estudiada por la filosofía. Desde el mito de Prometeo en adelante hay marcas más o menos profundas según las épocas. Muchas veces es la relación de los filósofos con ese tema lo que les concede vigencia o los lleva al olvido. Como tema, la tecnología, no obstante, resulta inamovible. Las religiones también la miraron y miran, pero lo hacen con otros ojos. Casi se podría decir que la espían. La política, como disciplina o praxis, copia esta supuesta falta de interés. “Lo que importa está en otro lado” dicen los políticos en campaña. Sin embargo, hace unos años, ya décadas, diferentes formas de la técnica minan y transforman la política a un nivel nuclear. 

Como bien señaló en varias ocasiones Nicolás Mavrakis, cualquier especulación en torno a la técnica hoy nace obsoleta, o al menos debe ser consciente de que será superada por el vértigo contemporáneo. Y quizás sea este uno de los motivos por los cuales la política parece más afectada. Pero antes vale preguntarse: ¿dónde y cómo impacta la tecnología en nuestro presente comunitario? La respuesta parece simple pero sus ramificaciones nos superan. Los aparatos domésticos que, en nuestros días, combinan pantallas, conexión y transferencia de datos a altas velocidades, muchas veces resumidos en un teléfono con wi fi pero para nada limitados solo a esa máquina, nos transformaron justo con el cambio de siglo en terminales nerviosas que, de manera simultánea, cultivan y cuestionan nuestra percepción identitaria. Y, una vez vulnerada nuestra idea de sujeto, la vida en comunidad debe ser repensada. El precio por no hacerlo es la incomprensión, que puede llevar a la inmovilidad. 

El sujeto político histórico del peronismo es el trabajador, “para el peronismo existe una sola clase de hombres: los que trabajan…”, parte indivisible a su vez de otra capa social menos afirmativa, o por lo pronto más ambigua, la masa. “El pueblo” tienen resonancias épicas, positivas. La masa, lo sabemos, puede no ser necesariamente inteligente y su movimiento va de la razón democrática a la intimidación, el desborde y la justicia por mano propia.

En la década del 90, Chacho Álvarez, ya había intuido en Unidos, la revista de la renovación cafierista, procesos la “globalización.” Y fue desde ese periodismo partidario instaló el término “la gente” para referirse a sus posibles votantes. Su idea era sobrevolar a la clase media, no confrontarla. El radicalismo, en su momento, le habló al “ciudadano”, nomenclatura que marginaba de forma consciente a una parte de la sociedad. El PRO en la ciudad de Buenos Aires habla del “vecino”, entendiendo que “vecino” es ese que pagaba el ABL, y de ninguna manera el desposeído que duerme en la calle.

Hace años un párroco italiano dejó constancia de que el siglo XX llegaba a su fin cuando confirmó que hacía más política eligiendo productos en el supermercado antes que votando. En términos históricos la figura del “consumidor” es reciente, muy nueva. Desvestirla de intereses partidarios implicaría caer en un error irremontable. 

Hoy todo el tiempo consumimos energía y, como dice Thomás Riffe, pagamos con datos. Somos terminales de información únicas y dialogamos con el mundo a través de nuestros dedos y nuestros ojos. No existe saber al cual no se pueda acceder en segundos. No hay momento que no se pueda capturar. No hay vida que no se proyecte en una pantalla iluminada. El anonimato parece inadmisible pero, en realidad, resulta solamente poco o nada deseable. El eros de la tecnología, la imagen y el exhibicionismo ya tiene su bibliografía, pero ¿qué pasa con la política?

Rechazamos sumergirnos en la masa, en esa fuerza, que en otros momentos de la historia generó orgullo y pertenencia al mismo tiempo que borraba nuestra singularidad. Hoy nuestro éxtasis es narcisista y privado. El tabú de la pobreza, el “no quiero ser percibido como pobre”, y el tabú de la vejez, “no quiero ser percibido como viejo”, que rigieron el comportamiento de nuestras sociedades durante siglos, parece ser reemplazado por otro tabú: el de la pérdida de identidad. Se trata de un reclamo histérico y hasta cierto punto idiota, pero también genuino: “quiero ser yo.” 

En la Argentina, existe un sector de la población muy sensible a cualquier tipo de variación o relativización sobre esa afirmación. Curiosamente o no tanto, el uso de la tecnología es lo que, retroalimentando el deseo, mina o, al menos, atenta contra nuestra individualidad. Citando a Patricio Erb, muchas veces queremos escapar del pozo de las redes sociales haciendo un agujero más profundo.

¿Cómo debe pararse el peronismo, siempre nostálgico, reacio a la actualización doctrinaria, que entiende su fuerza como telúrica, cifrada en el pasado, en la tradición, y sí, en última instancia en la masa y en el trabajador, cómo debe pararse, pregunto, frente a estos sujetos cuyo individualismo extremo a veces los potencia y otras los paraliza? Por lo pronto, es fácil verificar que el odio antiperonista tiene una cuota importante de individualismo. Menos sabido, o atendido, es que el odio trabaja en relación al narcisismo. Odiar es un excitante natural. Si a eso le agregamos el vértigo de las redes sociales, ¿cómo proponer experiencias de acuerdos colectivos sobre esa mixtura de inmediatez, frivolidad y aburrimiento? O para decirlo de forma más directa: ¿Cómo se va a integrar el teléfono celular, esa prótesis inevitable, esa pieza de ligero masoquismo, a la democracia? En la respuesta que le demos a estas preguntas se juega nuestra supervivencia como sociedad. Exagero un poco. Pero sí creo que el futuro inmediato depende de nuestra capacidad para fijar una idea política en este sujeto nuevo que parece tan volátil como el wifi de cortesía que ofrece el subte porteño.///

martes, 9 de abril de 2019

A los noventa años, 
mi abuela nos insulta. 
Se cae de la cama 
y nos insulta.
No responde el teléfono.
No responde a la puerta.
Llegamos para socorrerla
y nos insulta desde el piso.
No está lúcida, está ida,
y nos insulta. 
Se ríe, también.
Una risa amarga. 
Y nos insulta, desde le piso.
La subimos a la cama.
Y nos insulta. 
La llevamos al hospital,
la curan, la analizan,
le dan el alta,
y nos insulta.
Es hija de salernitanos.
Es salernitana ella misma.
Y nos insulta como insultan
los hombres y las mujeres 
del sur de Italia,
de la costa del sur de Italia.
¿La muerte? Por favor.
Mi abuela insulta a sus hijos,
y a sus nietos, 
insulta a sus bisnietos,
insulta a sus parientes políticos,
los conoce a todos, los recuerda a todos,
después, insulta al presidente.
Me confiesa, entre insultos,
que va a vivir hasta octubre, 
para votar en contra del gobierno.
Después, nos vuelve a insultar.
Va a vivir, nos dice, hasta que ella
decida lo contrario.
Los salernitanos son así. 
Hablan con la muerte
desde hace miles de años, 
y no respetan a nada ni a nadie.
A la muerte le hablan del mar, 
de las montañas, del tiempo,
de las ciudades, de los caminos,
y de la muerte.
Mi abuela le habla de la muerte
a la muerte.
Y cuando termina, la insulta.