martes, 8 de marzo de 2011

Me das miedo, Lucía

Para María Bayer y María Moreno,

por motivos distintos.


A veces te toca el dolor.

Una novia te ata las manos a la espalda y te chupa las orejas. Después, te sacude un golpe en el estómago. Tiene la mano pequeña como una ciruela, pero igual duele. Es una experiencia que no se olvida.

Sobre el sadismo uno escucha historias todo el tiempo. El tipo al que le pusieron un candado en las bolas en su despedida de soltero y después el pito se le secó como una rama. El tipo que jugando a la asfixia apareció sentado en el inodoro, el culo metido en la taza, las rodillas a la altura de las orejas y la cortina de baño alrededor del cuello. El tipo que pidió un taxi boy a domicilio, lo ató, le vendó los ojos y lo tuvo encerrado durante veinticuatro horas, pasándole un cuchillo de cocina por la cara.

Con el masoquismo es diferente. Se cae muy fácil en la risa y en el ridículo. La gente es así. Se puede imaginar a sí misma dando dolor y sintiendo placer con eso. Pero recibir dolor es más complicado. Les da vergüenza, los violenta. El sadismo es algo que se aprende con la educación elemental. De ahí a desarrollarlo es otro tema. Con el masoquismo es diferente. Crece fuerte, como una enredadera en la sombra.

Para empezar hay una idea general bastante errada sobre el masoquismo. La imagen del cuero, el látigo de siete puntas y el acero cromado. Eso es simplista. Es como hablar de sexo vía Disney: fantasía, películas y dibujos animados. Las mujeres pueden usar el cuero para seducir, pero los disfraces de dominadora neo-nazi, por lo general, dan un poco de risa.

Una vez tuve una novia que estudiaba sociología. Era muy bella. Y estaba loca. Hicimos el amor por primera vez, parados, contra los azulejos helados de un baño. Entre otras cosas, me metió el dedo anular de la mano derecha en el culo. Era un baño en invierno en una quinta a la que nos habían invitado a comer un asado. También tuve una novia veterinaria. Una vez examinamos juntos una vizcacha muerta por casi cuarenta minutos. Le sacamos las tripas con una cuchara. Tuve otra novia estudiante de medicina que se ponía un delantal con olor a formol y me contaba sobre las disecciones. Tuve una novia que trabajaba en una agencia de publicidad. Veinte horas por día en una oficina haciendo campañas de zapatillas, celulares y autos. Pesaba cincuenta y siete kilos pero en la cama era como una prensa hidráulica.

La estudiante de medicina me confesó una vez que cuando traían los cuerpos en la clase de anatomía no podía dejar de mirarles los genitales. “Una vez me quedé sola en el salón de disección y me contuve para no meterme la verga de un muerto en la boca.” El olor a cloroformo la hacía volar.

Lucía, sin embargo, era diferente. Un día me cortó las uñas de los pies con una tijera que casi no tenía filo. Parece tonto, pero los ojos le brillaban. Nos encontramos por primera vez en una fiesta. Hablamos mucho hasta que ella me dijo que me estaba repitiendo. Nos fuimos a su casa, me clavó las uñas en la espalda y me dejó marcas. Anoté su teléfono en un papel. Nos empezamos a ver seguido.

Su departamento tenía un solo ambiente, grande y un ventanal por donde se veían las luces de la ciudad. Lucía trabajaba en un museo.

— Sabías que estudié en La Plata, ¿no?

Yo no sabía.

— Pero en realidad nací en Posadas.

Una vez estuve en Misiones. Los mosquitos eran grandes y vidriosos. Te perforaban la piel con una indiferencia grosera. Después, a rascarse las ronchas hasta que salga sangre.

— Es una ciudad de mierda, pero la gente es más liberada que acá —decía ella.

Un día me mordió, me hizo doler y después fue hasta la heladera y trajo un pedazo de hielo. Me contó que había visto una película donde una prostituta le metía un pedazo de hielo en el culo a un cliente.

El masoquismo no es una hoja de afeitar en la planta del pie, no es un destornillador en la oreja. Está más cerca de leer por obligación autoimpuesta a los viejos escritores de siempre. Arrancarse la piel que rodea las uñas con los dientes. Freírse al sol. El placer de aguantarse y hacer pis con la vejiga a punto de explotar. También los parientes que nos llaman a la una de la mañana, llenos de ansiolíticos, y nos dicen que se les acabó el Rivotril y nosotros los atendemos, y los escuchamos y los dejamos hablar. O también nos exponemos con suavidad al taxista que narra con lujo de detalles cómo le cambia los pañales a su madre enferma de Parkinson y cómo le sostiene el duchador para que se bañe. Todos somos el yunque donde se descarga el martillo en algún momento. Pasarse el hilo dental y hacer sangrar las encías. Refregarse los ojos. El ruido, las discos llenas de gente transpirada, la humedad fría, el alcohol, las pastillas, la música a un volumen insoportable. El talento punk no es sádico como piensan muchos. Es masoquista. Por eso los alfileres, el pelo rapado y la ropa de segunda con agujeros y parches. Cuando uno comprende el dolor, la energía que se libera es impresionante.

Pero sobre todo el masoquismo es la gente que va a los talk-shows, los que se anotan para los realitys, las mujeres panelistas en los programas de la tarde, el público de los concursos, los artistas maltratados en programas de chimentos, las modelos anoréxicas, los famosos de cabotaje que se indignan porque muestran fotos suyas drogados, ebrios o desnudos. La TV es una reunión permanente de masoquistas anónimos.

Hay mujeres que prefieren dejar insatisfecha a su pareja de turno antes que ser reducidas a objeto de placer. (Es historia conocida: deja a su marido que es contador, se casa con su amante que es abogado y lo engaña con el jardinero.) Bueno, Lucía era todo lo contrario. No sólo ella se reducía a objeto de placer. También reducía todo lo que la rodeaba a objeto de placer, incluido yo. Como un Midas de bazar, en sus finas suaves manos los músculos se transformaban en vasos de vidrio irrompible que merecían ser puestos a prueba. ¿Vieron la película coreana Mentiras? Bueno, nuestra relación era parecida a eso. Teníamos una vara de mimbre. Y a veces era yo el que le dejaba las nalgas ardiendo. Es impresionante la temperatura que puede levantar la piel. Y el placer de sanar es inmenso. Empieza apenas unos segundos después del último golpe.

Algunas tentaciones nos angustian por su novedad. A veces el goce se vuelve algo insoportable. Besar un moretón, lamer una herida.

— Me das miedo, Lucía —decía yo por teléfono, mientras me preparaba para salir a verla. Porque al final nos da mucho placer la idea de que es posible lastimarnos. Se sabe. La conocida historia de los objetos peligrosos adentro de los objetos inocentes. Un dedo en un pote de crema, un ratón en una sandía, una jeringa en una butaca de cine, estiércol en una lata de Pepsi, un preservativo usado en el bolsillo de un pantalón que te estás probando en el negocio de un shopping. Necesitamos contar que, cuando nos relajamos, hay algo ahí dispuesto a modificarnos de alguna manera negativa.

Los hombres y las mujeres disfrutan con eso. Disfrutan peleándose con el cajero del supermercado chino, incitan a su perro a defecar en la vereda ajena para ser castigados, levantan el volumen de la música para autopunirse en la persona del vecino que no puede dormir. A veces lo límites se rompen. El vecino tuvo un mal día y se le va la mano. Alguien saca un arma. Hay dos o tres muertos. Es cuento conocido.

¿Quién no se convierte en un adicto? El maníaco-depresivo que es gerente de una multinacional y no para de trabajar, el ex fumador fundamentalista en la lucha contra el tabaco, el yonqui que deja las drogas duras por la pasión católica.

— Sustitución de dependencias —decía Lucía.

Y agregaba:

— Todos dependemos de algo.

Después me preguntaba si no me seducía la idea de que ella me metiera la mano entera en el ano. Podríamos calentar la hoja de un tramontina en la hornalla y ver qué pasa. A los dos nos gustaba el acero y yo seguía yendo a verla. La llamaba y pasaba por su casa después del trabajo.

Un día de muchísima humedad dijo que tenía ganas de atarme a una antena de televisión que había en la terraza. Hacía calor y era verano. Subimos descalzos. Para mí el asunto se pasaba de banal. En la terraza las antenas parecían un cementerio mal cuidado. Lucía me explicó que salvo por dos viejas mellizas que vivían en el segundo piso, todo el mundo tenía cable.

Buscamos un lugar alejado de la puerta. Era una terraza típica de edificio. Sucia, amplia, con sogas para tender la ropa y baldosas de color ladrillo. Ella me pidió que me subiera a una pared. Del otro lado no había nada y estábamos a cinco pisos de la calle. Las esposas hicieron un ruido seco cuando las cerró. Nos besamos y jugamos a desnudarnos. De repente, se escuchó un trueno. Vi nubes negras en el horizonte. Los rayos empezaron a caer primero lejos, después más cerca. Caían los rayos y después se oían los truenos y todo retumbaba. Empezó a llover. Primero unas gotas. Pero enseguida vi como se formaba un charco inmenso alrededor de mi remera negra con el logo de Harley Davidson que había quedado tirada en el piso. El agua me empezó a correr por la cara.

Le pedí a Lucía que me soltara y sonrió.

— Te voy a dejar toda la noche acá —me dijo.

Pasó un rato.

— No es gracioso, Lucía —le dije.

— No, de verdad, no encuentro la llave —me respondió.

Probó con una y con otra, pero no pudo. El viento cada vez se hacía más fuerte. Vi cómo se volaba una chapa. Los árboles de la calle se sacudían. Lucía seguía sin encontrar la llave. El agua le corría por las manos. Empecé a tironear para romper la antena. Nadie se iba a quejar de que lo estaba dejando sin televisión, eso seguro. Pero la antena estaba demasiado firme. Fue una suerte porque después de forcejear un rato me di cuenta de que, si lograba separarla de su base, era probable que el movimiento me tirara de cabeza al vacío.

La tormenta podía durar veinte minutos, o menos, pero si duraba una hora, me pescaba una neumonía. Me acordé de un chico en Trelew que apoyó la lengua en un poste de luz escarchado y tuvieron que venir los bomberos. Me acordé de un tipo que se subió a un árbol a podar unas ramas, se cayó y se enredó en unos cables de alta tensión. “No te muevas” le gritaron y llamaron a los bomberos. Me acordé de una pareja que estaba fornicando en un auto y un borracho los embistió con un Honda Civic. El auto derrapó hasta una pared y la pareja quedó desnuda y atrapada. Llamaron a los bomberos. Y siempre hay un fotógrafo listo para inmortalizar el momento.

— Pase lo que pase no llames a los bomberos —le dije a Lucía.

Era demasiado difícil explicarle que, si los llamaba, me tenía que vestir. Sentí un dolor dulce en las muñecas, donde el acero rozaba la piel. Los músculos de las piernas se me empezaron a poner rígidos. Cayeron dos rayos más y una descarga de adrenalina me corrió por la nuca. Me imaginé al otro día, todavía atado a la antena. Una de las mellizas sexagenarias sube a la terraza, cojeando con su bastón. Mientras cuelga sus medibachas y una sábana que le vomitó el gato, un tipo carbonizado, el pito parado, la mira con ojos vacíos atado a una antena negra. Un tótem humano, el resto diurno de una fiesta que salió mal, uno de los tantos sacrificios presentados a los concurridos dioses de los placeres extraños.

— No la tengo acá —dijo Lucía señalando el llavero.

— Voy a ir abajo a buscarla —agregó y salió corriendo.

Sentí que los huevos se me encogían. El agua era cada vez más fría. Todo muy normal. Una tormenta de verano de esas que pueden durar hasta dos días. En varias de las ventanas del edificio de al lado había luz. La gente estaba en sus cocinas, mirando en la televisión como un tipo adivinaba la respuesta correcta. Aplausos. O cómo metía la mano en una estanque lleno de cucarachas. Risas. O perdía los puntos que había acumulado. Ovación. Todos estaban secos. No sé cuánto tiempo estuve solo. Pero como se dice en estos casos, mientras duró fue eterno.

Cuando Lucía finalmente apareció con la llave y logró abrir las esposas corrimos juntos a la puerta que daba a la escalera. Nos abrazamos en la oscuridad. La lluvia golpeaba la chapa del techo con mucha violencia. Estaba hermosa con el pelo mojado y la remera adherida a la piel. Le saqué el short de tela de toalla que tenía puesto, la di vuelta y la penetré apoyándola contra la pared. Acabamos juntos. Ese día me quedé a dormir por primera vez. Estuvimos en la cama hasta las dos de la mañana. Ella propuso comer las empanadas frías que había pedido al mediodía y yo prendí la televisión. Cuando me estaba despidiendo, me dijo "No quiero perderte". Después de eso nos vimos un par de veces más. Pero ya no era lo mismo. Al tiempo, decidimos de común acuerdo dejar de vernos. Todavía la extraño.



(Publicado en Música para rinocerontes, Editorial El cuervo, La Paz, 2010.)