miércoles, 20 de octubre de 2010

La biblioteca de Hernández


A principios del 2008, la Universidad Torcuato Di Tella, previo pago de unas costas legales, se hizo cargo de la biblioteca de Juan José Hernández en calidad de donación. Recién en mayo de este año, con una nueva dirección, se contrató especialmente una bibliotecaria adicional para que, a un ritmo de veinte horas semanales, hiciera el trabajo de relevamiento y catalogación. Como las cajas se alinean todavía en el subsuelo de la universidad donde funciona el depósito de la biblioteca, aun no se sabe con certeza la cantidad de ejemplares donados, pero se estima que serían entre dos mil trescientos a dos mil quinientos libros. Mientras los incunables irán al tesoro de la institución, la mayor parte del conjunto será de acceso público. No hay inéditos ni manuscritos entre lo recibido, pero sí se encontraron cartas y muchísimos libros dedicados. El albacea que dio curso a la donación prometió la colección de la revista Sur completa, o muy completa, y también una importante cantidad de números de la Revista de Occidente. Como era de esperarse, hay mucho más que eso.

El dueño de los libros

Portador de un nombre y un apellido célebres en el parnaso local, Juan José Hernández nació en Tucumán a fines de 1931. Escritor de perfil bajo y obra secreta, fue, sin embargo, un referente del periodismo especializado y un lector muy querido por sus colegas. Melancólico, erudito candoroso y sin ínfulas, su obra se compone de cuentos sobrios, poemas sin estridencias, algunos lúcidos ensayos –como los Escritos irreBerentes– y la novela La ciudad de los sueños. Estas piezas, asordinadas pero nada lúgubres, nos llegan hoy gracias al importante esfuerzo de Adriana Hidalgo Editora, que sacó su narrativa completa y una cuidada compilación de sus versos. Si Hernández escribió en la segunda mitad del siglo XX, su biblioteca confirma que sus lecturas tuvieron más que ver con la primera mitad, y también, muy estrechamente, con el siglo XIX. Ahora, ¿qué más puede leerse en esa Gran Lista y sus diferentes sub-listas? ¿Cuáles son las deducciones que vale la pena hacer? ¿Qué historias pueden contar esos libros más allá de sus palabras impresas? Las bibliotecas se arman de preferencias, pero también de regalos y equívocos, de herencias, apropiaciones y desencuentros. En este sentido, vale aclarar que esta donación incluye también mucho de la biblioteca personal de José Bianco, que Hernández heredó, conservó y mezcló con la suya. Siendo dos los dueños, las preguntas se multiplican. ¿Qué títulos leyeron ambos? ¿Cuál ignoraron? Sobre los libros que hay, ¿también podemos descifrar los que faltan, las ausencias, o sea, quienes son los autores que deberían estar y no están? Contra las especulaciones posibles, que son muchas y algunas muy atractivas, se presenta la materialidad –a veces rotunda, a veces fantasmal– de los libros. Sería injusto pedirles a ellos, a los libros, que confirmen o desacrediten todos los supuestos sobre cómo leyeron, pensaron o entendieron su época y su literatura Hernández y Bianco. Sin embargo, el resultado de semejante pesquisa no debería contradecir –al menos no tanto– los nombres de esta colección. Por otra parte, las bibliotecas ajenas tienen cierto poder a la hora de confirmar simpatías y desavenencias, pero sobre todo el de descubrir nuevos interrogantes.

Del total de la donación se lleva desempolvada y catalogada una cuarta parte. Por ahora, el libro más viejo que salió de las cajas fue Considerazioni E Discorsi Famigliari E Morali del jesuita Cesare Calino, en una edición veneziana que se remonta hasta 1739. Ciento cuarenta y tres años más joven, llaman la atención un señorial Quijote de 1882 –editor catalán Salvador Ribas, ilustrado por Ramón Puiggarí–, la obra completa de Larra –ilustraciones de José Luis Pellicer, producida en 1886 por Montaner y simón editores también en Cataluña– y una Divina comedia florentina, “voltata in prosa”, de 1899. Los tres libros están en perfecto estado y, editados in folio, ostentan gruesas nervaduras en el lomo de su encuadernado.

Mientras no se descartan otros hallazgos similares, la Donación Hernández incluye, a inventario de hoy, una gran cantidad de ejemplares en francés. Esto habla de la actividad de Hernández como traductor, pero también de una idiosincrasia cultural perdida. ¿Quién tendría hoy Los Viajes de Gulliver o una vieja edición de La Correspondencia de Fradique Mendez en esa lengua? Así, en francés, encontramos una edición en un tomo de Histoire de la Révolution française de Jules Michelet y dos ediciones, una de Garniere y otra de Hacehette, de las obras completas de Charles-Augustin Sainte-Beuve (La de Hachette con una etiqueta amarilla por el tiempo que dice que fue adquirida en un remate de Ungaro y Bárbaro a fines de 1961). También sorprenden las obras completas de Rousseau del sello parisino Pourrat Frerès Editeurs, impresas en 1836, y las interminables obras completas de Balzac de 1901. La lista sigue con Gide, Lafontaine y Giraudoux. Menos previsibles resultan Locus solus, Impressions d'Afrique y Nouvelles Impressions d'Afrique, las tres novelas centrales de Raymond Roussel, vueltas a encuadernar en azul, y un castigado ejemplar de Amori et dolori sacrum de Maurice Barrès. En la zona ibérica, unos Cantos populares españoles, editados por Bajel en 1948, y La sensualidad pervertida de Pio Baroja –seguramente heredado de Bianco– nos confirman una ciudad de Buenos Aires que supo funcionar, durante mucho tiempo, como capital cultural de la España ocupada por Franco. Por supuesto, hay libros más recientes. Se ve el Diccionario de secretos de Cela, una edición de Las ratas de Bianco traducida al francés, The sexual creators de André Guindon, varios tomos de las obras de Pirandello en italiano y curiosamente, muy trajinada, con la pinta de los libros que son leídos una y otra vez, un Operación masacre editado por De la Flor.

El arte de la dedicatoria

Deducir –aquí palabra clave– las lecturas del otro no a partir de su producción intelectual sino con las marcas –otra palabra clave– en la materialidad misma de sus libros puede llevar a reveladores sorpresas, pero también a grandes equívocos. La del coleccionista curioso, el fetichista literario o el voyeur libresco, no es, está muy lejos de serlo, de una ciencia asertiva. ¿Qué significa ese subrayado? ¿Cómo interpretarlo? ¿A qué se refería Hernández cuando puso en el margen esos signos de interrogación? Las dedicatorias son más explícitas pero las conclusiones que pueden ofrecer resultan igualmente ambiguas y seductoras. Una primera edición –quinta reimpresión– de La peste con sentida dedicatoria de Albert Camus certifica la pertenecía de Bianco al círculo de Victoria Ocampo. La misma Victoria le dedica a Hernández su El viajero y una de sus sombras: Keyserling en mis memorias. Así, los nombres célebres se suceden. Están Mastronardi (“A Pepe Bianco, lúcido en el juicio y generoso en el afecto, con la amistad homogénea y antigua de Mastronardi”), Silvina Ocampo (“A Juan José que escribe viviendo pero que debe de vivir escribiendo”), Ezequiel Martinez Estrada (“Para mi querido y admirado José Bianco”). Pero quizás la más conmovedora sea una del propio Bianco para Hernández, anotada en la portadilla de su libro de ensayos Ficción y realidad 1946-1976: “Para Juan José, que no tiene idea de cuánto lo he echado de menos y de cuanto lo quiero. Pepe”. La serie más larga pertenece, sin embargo, al poeta madrileño Luis Antonio de Villena. Son muchos los libros que le dedicó a “Juanjo” o a “Juan José”. Por ejemplo, los poemas reunidos de Celebración del libertino 1966-1998 dicen “Para mí querido Juanjo Hernández, poeta y libertino. Con la amistad grande de Luis Antonio de V.” En Asuntos de delirio 1989-1996, escribió “Para mi querido Juan José Hernández, a quién siempre echo de menos… Con un abrazo grande, Luis Antonio.” Y finalmente esta el –¿irónico?– ejemplar de La Celestina que dice “Un regalo de Antonio con tanto cariño y desconsuelo”. ¿Fue Villena un tercero en discordia que estuvo entre Hernández y Bianco? ¿O se trata de apenas un amigo pomposo y agradecido por una visita? ¿Es posible leer una historia de amor en una serie de dedicatorias encontradas?

Escrito en el margen

No siempre –más bien, casi nunca– el crítico y el estudiante tienen la posibilidad de hurgar y revolver los libros de un escritor consagrado. Así, la Universidad Torcuato Di Tella preserva con su iniciativa algo difícil de preservar. Si hubiera rechazado el ofrecimiento, ¿se habría fragmentado el conjunto de los libros de Hernández en manos de un trapichero? Una vez descompuesta, la reconstrucción de una biblioteca resulta imposible. Así, las lecturas de Hernández se conservan en muchos sentidos. Sus libros, sí, pero también las posibles combinaciones de sus libros. ¿O no es revelador encontrar una fotografía en blanco y negro de dos hombres bailando adentro de un tomo de En busca del tiempo perdido? ¿Y qué historia se esconde detrás de la dedicatoria “Au grand poete, Jean Genet” en una edición de 1968 del Journal du voleur? Leer un libro y no marcarlo es negar un recorrido, borrar pistas, quedarse en la ingenuidad de ese viaje de ida en el que Hansel y Gretel utilizaron volátiles migas de pan para señalar su camino. La biblioteca de la Universidad Torcutato Di Tella pone ahora en orden ese material. Los lectores del siglo XXI podrán usarlo como periscopio para espiar y descifrar la manera en que leyó una determinada clase y una muy precisa figura de intelectual del siglo XX. Vale recordar que, aunque muchas veces no tengamos acceso a ellas, las esquivas anotaciones al margen pertenecen por derecho propio al repertorio de las operaciones de lectura de un autor. ¿Forman parte de su obra? Quizás sí, quizás no. Pero hoy día que toda espontaneidad es sospechosa, y que la producción del Logos siempre parece pública, nadie puede negar que se trata de una forma de escritura confirmablemente íntima y, acaso, la más seductoramente privada.


Publicado en Ñ el 16 de octubre del 2010.-